02/06/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Después de verme atrapado en demasiadas conversaciones imposibles, decidí pasarme el año de mi Erasmus diciendo que era «de una pequeña ciudad del norte de España sin equipo de fútbol». En Madrid, el comentario que más me han repetido y que me hace sentir más orgulloso es «tú no eres de Madrid, ¿verdad?», porque tener pinta de ser de Madrid resulta demasiado fácil. Desde entonces, cada vez que alguien me ha preguntado de dónde soy y he respondido que de León, me he encontrado con todo tipo de razonamientos que evidencian lo primero que a cada cual le viene a la cabeza cuando le citan un lugar. Los intelectuales te hablan de los escritores leoneses, los viajeros ocasionales de las vidrieras de la Catedral, los que no saben qué decir del frío y los más triperos del chorizo, la cecina o el cocido maragato. Alguna vez, incluso, he tenido que soportar que me digan «como los Café Quijano» o «como Rafa Guerrero», encerrona de la que he salido renegando de mis palabras y hasta de mis orígenes: «No, no: he dicho de Lyon, Francia». Según la época, León recuerda unas cosas u otras, a unas personas o a otras. Los taxistas de las grandes ciudades, termostatos siempre recalentados de la sociedad, pasaron del «¿De León? ¿Y cuándo os volvéis a llevar para allí a Zapatero?» al «¿De León? Ahí solucionáis las cosas a tiros, ¿eh? Claro que sí: es lo que nos hace falta». Esta semana, obviamente, en cualquier sitio al que fueras con este lugar de origen como carta de presentación obtenías la misma respuesta: «¿De León? ¿Y habéis aprendido ya a contar o seguís dándole vueltas?». Aquí, ya se sabe, tenemos que darle una vuelta de tuerca a todo. Si en toda España hay errores en la digitalización de los datos electorales, aquí los hay también en el recuento analógico. El resultado es una incómoda presencia en los telediarios que termina por convertir esta ciudad en un chiste sin gracia y que dejará al futuro alcalde, sea quien sea, con la condena de escuchar durante los próximos cuatro años la monserga de que ganó de rebote cada vez que un contenedor rebose, la bombilla de una farola se funda o se atasque una alcantarilla. Pierden todos. En realidad, perdemos un poco todos. Esta esperpéntica prórroga de la campaña electoral en la que ninguno de los aspirantes ha perdido un solo segundo en disimular que les mueve únicamente su propia ambición, que eran puro cinismo los mensajes de que anteponían lo mejor para los leoneses a todo lo demás, le quita autoridad al futuro alcalde y, desde luego, les quita también la razón a todos los agoreros de la jornada de reflexión, esos miles de electores que nunca van a votar y argumentan que su papeleta no va a servir de nada porque se va a diluir como una gota de agua en el océano. En realidad, cuando se les mira con tanta atención, cuando se sienten observados por una multitud ansiosa por nombrar ganadores y perdedores, los números pierden toda su capacidad de precisión y empiezan a hablarnos, a lanzar mensajes que no pueden comprender los matemáticos ni los ingenieros ni los politólogos, que ni siquiera entendería el mismísimo Víctor D’Hondt ni tampoco todas esas personas que sienten la necesidad de entender todo cuanto les rodea. Aquí, los decimales que presuntamente han resuelto el entuerto nos dicen que ningún partido ilusiona del todo, que ninguna candidatura convence del todo, que de tanto decir básicamente lo mismo, de tanto callar exactamente lo mismo, en realidad lo que ha pasado es que han empatado a nada.
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