De Císima todos decían "¡qué buena mujer!"

En Correcillas resultaba imposible arrancar ni una mala palabra de Císima, a nadie, lo que era muy fácil era escuchar –después de asegurar "¡qué buena mujer fue!"– adjetivos como trabajadora, valiente... y además tenía muy buen carácter

Fulgencio Fernández
17/03/2019
 Actualizado a 11/09/2019
Císima (la segunda por la derecha) en mitad del filandón que cada tarde de verano montaban en el soportal de la iglesia de Correcillas con Sele, Fifo y Soles.
Císima (la segunda por la derecha) en mitad del filandón que cada tarde de verano montaban en el soportal de la iglesia de Correcillas con Sele, Fifo y Soles.
El destino le regaló más de un siglo de vida pero, seguramente, sólo se trataba de un acto de justicia después de tanta vida como le había quitado a Císima de forma injusta.
No se si se puede decir algo mejor de esta mujer que recordar que varias veces que llegamos a Correcillas para preguntar por ella, por aquello de cumplir el siglo de vida y los homenajes, sin que nadie pidiera una valoración, sólo que se nos dijera dónde vivía o dónde estaba, el interrogado decía: «¿Císima? Qué buena mujer, vive por esa calleja» o «¿Císima? Qué buena mujer, está en la tertulia que tienen montada en el soportal de la iglesia, arriba del todo».

- ¿Porqué dice lo de buena mujer?
- Porque me da la gana. Y porque lo es ¿si usted pregunta por mí le dicen dónde vivio y punto.

Y Císima te recibía con la misma pregunta: «¿Qué hice yo para salir en el periódico?».

- Trabajar mucho.
- Eso sí.
- Pasar muchas penurias con lo de la guerra.
- Me tocó. Se llevaron a mi marido por atender a su hermano, ¿usted cree que eso puede ser delito?
- Y ser muy buena.
- Mala no me gustaría haber sido, no lo quisiera.

Y ya arrancaba la conversación que justificaba lo que de ella dicen los vecinos y, sobre todo, que dejaba claro una vez más que el mérito de Císima no era cumplir 100 años —que hizo 103— sino lo que en ese tiempo hizo esta mujer menuda, que subía las cuestas del pueblo sin bastón, que trabajo desde niña en las faenas de la casa y a la que la guerra civil convirtió su vida en un martirio. «Lo peor fue cuando me llevaron al marido para el Valle de los Caídos, después de la guerra, sin más ni más, por atender en casa a un hermano que se vino de los Regulares de África ¿Usted cree que puede ser undelito atender a un hermano por mucha guerra que haya? Pues yo creo que no, y mil veces lo atendería».
Y después tuvo que ir para Cantabria, donde le llevaron al marido. No dudó en estar cerca, trabajó en una fábrica de salazones... «Nunca había visto aquel trabajo y a la que le dijeron que me enseñara no le hizo mucha gracia. Yo finqué la cabeza en los pescados, miraba cómo lo hacían las otras y a la semana ya limpiaba cuatro kilos al día, como la que más». Años duros, lejos de su tierra...

Regresó a Correcillas y no era fácil la vida de los señalados. Los niños lo sufrían en la escuela y un día se cansó, recordó una casa en la que había servido, la del Padre Aniceto de Pardesivil, que fuera maestro superior de los Dominicos «y se acabó el sacar a los niños de la escuela».

Fue saliendo adelante, con mucho trabajo, pero la vida le reservaba otro golpe, el más duro. «Ya había enterrado a mucha familia, al marido joven, a hermanos... pero lo de mi hijo Ciano ya fue muy duro, ¿porqué no me llevó Dios a mí que lo tenía todo hecho?».

Y sabes que lo dice de verdad.
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