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De aire, pan y amapolas

04/06/2021
 Actualizado a 04/06/2021
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«Adentrada la tarde, el hombre del hatillo se dirige hacia la distraída noche; le recibe una sonrisa de almíbar y un trozo de hogaza… los humeros del alba le despiden, y con su hatillo lleno de versos, va camino del alma».

Así de bonito lo decía y así lo hizo. Entornó la puerta de junio lo justo para asomarse. No se sintió con fuerzas para cruzar el umbral y esperar al verano que vio a lo lejos. Simplemente, con la dignidad y el silencio con que él hacía las cosas, dejó el hatillo sobre el banco de piedra que hay a la puerta de todos los junios, recostó la vida y las heridas que traía de la batalla, y allí mismo, se hizo ciudadano del aire que tanto necesitaba.

Así fue como nos nació un junio roto. La tarde empezó a llorar de repente y la lluvia fue dejando en los tejados la noticia de que el hombre bueno se fue al otro lado de la vida. León se empapó de lágrimas en una noche de almas encogidas y de voces tan finas que se rompían sólo con llorarlas –como él diría– repitiendo su nombre. Hoy los medios hablan de un hombre de Villamoratiel de las Matas, de nombre y apellidos largos, aun sabiendo que Toño no necesita tanto, con ponerle un Morala y una visera, todos reconocemos al poeta que, por fin, respira.

Imposible encontrar palabras que estén a la altura, para un adiós a quien escribió ‘Mil y pico citas para la Muerte y Ningún Poema para la Vida’. Tantas y tan bellísimas son sus alusiones a la muerte que me obliga a hacer uso y abuso de sus citas, como si escribiésemos esta columna a dos voces. Es la forma que se me ocurre de seguir las pistas que nos ha dejado. Son tantas que, si nos empeñásemos, hoy podríamos encontrarlo. «Quisiera morir detrás del horizonte, ese desde el que las amapolas crean la belleza necesaria y el trigo se peina con el leve viento...». Creo que ahí está Toño, que creció hasta ser niño y se acurrucó en su propio relato ‘Olas de tierra…mar de pan’. Un niño cansado, dormido entre espigas de escanda, sobre las palabras de cuento que él mismo inventó para dormir a Alba y Andrea. Mejor guardar silencio y dejar que descanse que, según sus versos, aún tiene mucha faena por delante. Quería ir a devolver aquellas flores arrancadas a la tierra sin su permiso y aún tiene que entregar los dos bosques que tejió, uno para regalárselo al planeta y otro, para devolvérselo a sus ancestros.

Hoy, con su libro ‘Aquella vida’ ante mí, acaricio esa dedicatoria escrita hace meses, a cuatro manos. El empeño de la maldita enfermedad por atar los dedos del poeta, fue en vano, porque Toño tenía una prolongación llamada Mar y lo que le sobraban eran dedos. Imposible no llorar recordándolo en su terraza y la bendita parsimonia con que garabateó esa firma que no me canso de mirar, como se miran los tesoros.

Aquella vida… ese recopilatorio de nostalgias, tradiciones y oficios perdidos, de nuestros ancestros, que Toño escribía cada lunes en este mismo periódico. De repente, te das cuenta de que siendo un hombre de palabra como era, ya estará de camino, llevando a cuestas el bosque que tejió para devolver a esos ancestros. Y releyéndolo entero, da la sensación de que los personajes también lo saben y preparan su llegada con mimo, porque Toño regresará al libro siendo el niño que fue, dando vida a sus recuerdos. Llegará por aquellos caminos de tierra y traqueteo de carros que llevan a todas partes y de paso, si son las doce, dejará el almuerzo a los campesinos que trabajen en los campos. Hay algarabía entre las páginas y los personajes corren a sus puestos cuando la vieja radio anuncia que el rapaz que escribió sobre ellos, rescatándolos del olvido, se ha escapado de la vida y viene a reunirse con ellos. Los carreteros se echan al camino, a su encuentro. La abuela corre de página en página, buscando la olla de barro para esconderla bajo la escalera y después fingir que se enfada, cuando le vea comer a hurtadillas un trozo de lomo, pringándose de grasa. Las paisanas baten manteca a toda prisa y en otro párrafo, los hombres cortan rebanadas de hogaza… que encuentre la merienda hecha. Otros, con la gorra bien calada, aguardan en los márgenes de las viñas, oteando el horizonte para avisar de su llegada, mientras los pardales se dan a la fuga, por si trae tirachinas. Abuelos emocionados, moquero en mano, prenden la lumbre en la cocina de lo eterno y la madre va calentando un ladrillo que caldeará sus pies, en el sueño de la noche más larga. A Toño no hay que buscarlo, está ahí, en Aquella vida, en el regazo de sus ancestros.

Toño Morala, un hombre, un paisano, un poeta que pasó por el mundo y dejó su cuerpo en él, convertido en ciencia y esperanza para los enfermos de ELA. Lo que nunca se sabrá es cómo gestionaron el asunto los científicos, al encontrar en su interior un Mar en el costado izquierdo, dos niñas jugando en un campo cuajado de amapolas y mil pájaros entonando versos, mientras susurraban: pero cómo se le ocurrió a una enfermedad tan cruel anidar en el cuerpo de un poeta… Nos vemos en el aire, querido Toño.
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