Curando heridas

21/07/2020
 Actualizado a 21/07/2020
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Qué mal se mastican las despedidas cuando son insolentes y caen frías sobre los pies descalzos que buscan el camino para seguir sin ellas. Cuánto roba un adiós confeso que ves venir y esquivas, pero que acaba encontrándote en el envés de los deseos. Pepe no quería decir adiós y lo sorteaba con fuerza. De lucha era más maestro que alumno. Nunca dijo no a avanzar, aunque eso supusiera desembarcar analfabeto en una Alemania de acogida en la que se dejó querer por la cadena de montaje y por el amor de su vida. De vuelta a casa, con los bolsillos sin presunciones y cargado de futuro, lo ligó al de la Policía Local de O Barco, donde encontró su sitio. Y ahora tocaba hablar de lo vivido, desgranarlo con los nietos, saborearlo entre la calma sosegada de la edad. No pudo ser, la enfermedad«no debería existir», decía, y ella, dolida por la aseveración, decidió marcarlo con una cruz para mantenerse a salvo. Solo podía quedar uno. La pandemia basculó en su contra, convirtiéndose en la mancha de aceite que todo lo ahoga, sin importarle más que ella misma. Y segó dolencias que necesitaban calendarios, consultas prioritarias que se dejaron para después, visitas que no fueron… El ahora monotemático pisoteó a los que esperaban en la cola de quimioterapia o a los que necesitaban ponerse al ralentí hasta que se secara la ola. No pasó. Si te quedas quieto, la vida te adelanta por la derecha y a veces sentencia. Y lo hizo. Maldita mascarilla que nos negó compartir sonrisas. Maldito tiempo de coronavirus que nos obligó a mirarnos de lejos y a una espera de mortaja. Pepe se fue sin querer irse, con sueños debidos en su mochila octogenaria, pero sin miedo. Tirando de bondad generosa, de canas humildes, de conversaciones regaladas, de entrega. De amistad que se queda, porque ni el cáncer olvidado tras la estela del covid ni una losa de mármol blanco satinado en el cementerio puede con aquello que prende en el corazón. Aquí te mimaré Pepe.
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