10/07/2022
 Actualizado a 10/07/2022
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De haber llamado verbena a lo que fue cumbre, esa reunión en Madrid de 27 señores y 4 señoras para hablar de la guerra, otro gallo nos hubiese cantado y otro hubiera sido el baile. Del mismo modo, si Vladimir enviase a sus muchachos a la verbena, como conviene a su edad, en lugar de conducirlos a los laberintos de la muerte, seguramente ni estaríamos como estamos ni ellos matarían y morirían de una forma inútil. Es una de las diferencias que existen entre resolver los conflictos humanos desde la rivalidad o desde la avenencia, desde las hormonas o desde las neuronas, desde la matanza o desde la danza. Cierto es también que en ocasiones han brillado las navajas en las verbenas –forma parte del guion–, pero fueron siempre mayores los amores que se tejieron en esos festejos que la sangre derramada. De ahí que, cuando uno elige participar en una cumbre y no en una verbena, conoce de antemano que el resultado en sangre y amor es bien diferente.
Por eso hoy en día se llevan mucho más las cumbres que las verbenas. Aquellas son respetables y éstas, pura nostalgia de otro tiempo. A las cumbres se va a gobernar el mundo, sea lo que sea gobernar, mientras que a las verbenas se acudía para adornar la vida, que era y sigue siendo dura. Precisamente para ablandar esas durezas, se convocan las cumbres, dicen, aunque luego no ocurra tal cosa, y se arrinconan las verbenas como residuos del pasado. De hecho, en la actualidad lo importante de las verbenas que aún resisten ya no es ni el ambiente ni el gentío ni el cortejo, sino la grandiosidad del espectáculo, sus efectos especiales, su orquesta gallega a ser posible y el boato. Parecen verdaderas cumbres desubicadas. Y tampoco estas últimas, cuando se relajan, se acercan lo más mínimo al espíritu festivo y burlón de la feria, a no ser por Boris Johnson. Todo lo contrario, se van de cena al Museo del Prado. Y además no hay baile, sino que actúa una orquesta ucraniana por si alguien se pudiera olvidar de dónde está y a qué ha venido.
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