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Cultura barbárica

18/08/2018
 Actualizado a 18/09/2019
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Hace cinco meses que dos galgas maravillosas llegaron a mi casa. Desde entonces no ha pasado ni un solo paseo sin que un señor (varón blanco en torno a 60 años) suelte un «¿las llevas a cazar?» o un «ay, si les suelto una liebre...». No falla. Como si de muñecos de juguete a los que aprietas un botón se tratasen, todos escupen la misma frase. En su concepción antropocentrista, el resto de seres están únicamente para servirles.

Una de mis perras pasó cinco años en manos de un cazador. Tardó poco en confiar en mi familia, en hacerse al cariño y al cuidado. Tardó algo más en dejar de tener pesadillas, pero aún sigue asustándose hasta el punto de la parálisis cuando ve a un señor mayor por la calle. La simple visión de alguien parecido al inhumano ser que era su dueño la aterroriza. Peor aún si el señor en cuestión lleva un paraguas, un bastón o incluso una barra de pan, cualquier cosa que se asemeje a un palo.

Ese tipo de personas, algunos cazadores, son los que se deshacen de sus perros al final de cada temporada de las maneras más salvajes y crueles posibles. Los tiran a un pozo, emplean el ‘método del pianista’ o, en el mejor de los casos, los dejan abandonados. Se les llena la boca diciendo que aman la naturaleza mientras contaminan los montes con los cartuchos de sus balas. Defienden esta sanguinaria práctica como una manera de regular la fauna; controlar la población de animales salvajes y eliminar a los defectuosos, según ellos. Si no hubiesen acabado con los depredadores naturales,la fauna se regularía sola.

La caza es una actividad que tiñe los montes de sangre. Muchos de sus adeptos disfrutan de la ‘noble’ práctica de disparar a aves criadas únicamente para este uso y que apenas saben volar. Otros viajan a países con leyes más laxas que permiten la caza de especies en riesgo de extinción. Y no es que en España la legislación contra el maltrato animal sea especialmente dura. Corzos, perdices, liebres y jabalíes (además de los perros de caza) quedan desprotegidos sólo por los simples beneficios económicos que genera esta actividad. En el país hay 713.139 personas con licencia y alrededor de 33.000 cotos, eso sin hablar del desembolso en armas y sus permisos. Y así de simple resulta, las vidas de millones de animales se pierden cada año. Su sangre mancha las manos de los cazadores que se sirven de esta práctica para elevar sus egos mientras las administraciones disfrutan del dinero que esto genera. Ojalá el próximo disparo que oigan los animales sea el de una cámara que refleje la nobleza que a ellos les sobra y que a tantos humanos les falta.
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