Cuerpos: El marco de alpaca

Basado en la fotografía del artículo de Trazos ‘El dragón o el edificio Botines’ aparecido en LNC el 22 de enero de 2020

José Javier Carrasco
04/09/2021
 Actualizado a 04/09/2021
| MAURICIO PEÑA
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Siempre, al pasar bajo la estatua dirige, en un gesto automático, la mirada al suelo, impresionado quizá por la elegante indiferencia con la que San Jorge se enfrenta al cocodrilo, preguntándose cuál sería su actitud en la situación del santo. Una vez dentro de la oficina, respira para tomar aire y se dirige a la ventanilla donde hay menos gente. Podría transferir su cuenta a la sucursal del barrio, pero prefiere dar un paseo hasta la plaza e imaginar durante media hora que forma parte de otra historia distinta a la suya habitual, acorde con ese escenario imaginario de castillo encantado que constituye el Palacio de Botines. Mientras las piernas resistan, la visita mensual a aquel espacio singular para cobrar su pensión está garantizada. A nadie debe, por otra parte, importarle demasiado cómo organiza su vida. Ningún empleado le ha insinuado que se ahorraría molestias cambiando la cuenta de oficina, y si eso ocurriera tiene pensado lo que va a responder. Un escueto «métase en sus cosas», será suficiente para hacer comprender que ya no es un niño al que decir cómo actuar en cada momento. Una vez que tiene el dinero, intenta controlar esa molesta sensación de angustia cosquilleándole en el estómago, la del largo camino aún por recorrer hasta casa. Una vez ha llegado, mira, igual que al salir, la fotografía de Carmen en el marco de alpaca y le agradece, con una sonrisa, que también esta vez ella desde el cielo, o donde quiera que se encuentre, quizá un lugar aún mejor, haya cuidado de que todo saliera bien.

Cuando posa los ojos en los de Carmen, esta parece adivinar que él solo busca una señal de inteligencia, preguntarle si coinciden en lo que acaba de pensar. Nunca parece distraída, ausente, a pesar de esa mirada en apariencia soñadora, de mujer enamorada, aunque ya nada debía sentir en realidad cuando se hizo la fotografía. No le resultó fácil aceptar que la mente de su mujer se adentraba en un territorio de sombras en el que también él pronto sería solo una sombra más, quizá amenazadora. Recuerda el día de la fotografía. A ella delante del espejo, dudando si darse sombra de ojos, paralizada al fin, con la mirada fija en aquella extraña que la estudiaba desde el otro lado. Antes de salir de casa decidieron comprar unos pasteles a la vuelta del estudio de fotografía, y celebrar así su cumpleaños. Ya en la calle le cogió del brazo y preguntó dónde iban. Frustrado, guardó silencio y su mujer se olvidó de la pregunta. De vuelta a casa entró en una joyería y compró un marco de alpaca para el retrato. El dependiente se limitó a mostrar varios modelos y esperó en silencio a que Carmen se decidiera por uno. No hizo ningún comentario, alabando solo su buen gusto tras inclinarse por el más caro. Al darle la bolsa dijo: «¡Listo!». Entonces, antes de dirigirse a la caja, posó compasivo los ojos en los suyos, como si esperara una señal de inteligencia que le confirmase su sospecha.

Despierta sobrecogido por un sueño turbador. Ha soñado que era un cocodrilo que dormitaba la mayor parte del tiempo, ajeno a todo lo que no fuera comer o reproducirse. Había llegado la temporada en que los ñus cambiaban de territorio. Esperaba camuflado cerca de la orilla, asomando sus ojos apenas unos centímetros sobre la superficie del agua, listo para una embestida. Los ñus, en grupos cada vez mayores, se precipitaban a cruzar, empujados por la necesidad de encontrar nuevos pastos. Uno de ellos, se detenía al borde y dudaba si adentrarse en la corriente. Sin darle tiempo a retroceder, salvó la distancia que los separaba con una sacudida brusca que desplazó el fango en dirección a su cuerpo, cegándolo. Antes de despertar, en la confusa conciencia propia de los sueños, la mirada del ñu, al desaparecer bajo el agua, se transformaba en la mirada aterrorizada que le dirigió su mujer el día que se cerró tras él la puerta de la habitación donde quedó recluida. Decide levantarse e ir a la cocina a prepararse un vaso de leche caliente. Mira el calendario. Faltan tres días para la visita mensual al banco. Por alguna razón se siente intranquilo, presiente que esta vez no va a contar con la ayuda de Carmen.

Como adivinaba, la mirada de Carmen al salir no le dice nada, no expresa otra cosa que desorientación y soledad. Baja las escaleras ajeno a los sonidos que escapan de detrás de las puertas. Compra el periódico y se sienta en un banco a leer las esquelas, algo que nunca hace porque le parece demasiado morboso. Cansado de perder el tiempo, de aplazar la cita con su destino, se dirige al centro. No se detiene, como otras veces, ante ningún escaparate a mirar si le siguen; después de subir las escaleras del Palacio de Botines, al cruzar bajo la estatua, no baja los ojos según acostumbra, sino que estudia la expresión del santo, como si allí pudiera encontrar lo que Carmen no está dispuesta a darle aquella mañana gris. Le aguarda una mirada que parece reconocer en él a un viejo amigo que se hacía esperar. Vuelve a ser el cocodrilo del sueño, listo para recibir, esta vez él, un castigo. Siente hundirse la lanza en el duro caparazón que le cubre, y hurgar sabia hasta encontrar su corazón que estalla. Pero antes de cerrar los ojos para siempre, tras su infarto, bajo los pies de San Jorge, ve que este se ha transformado en Carmen, en su querida Carmen, a la que sienta bien vestir una cota, que ahora podrá regresar al paraíso de los ñus, después de cumplir una venganza aplazada, por dejarla sola cuando más le necesitaba, enviándolo al infierno de los cocodrilos, al interior de un huevo gelatinoso que resbala junto a otros dentro de una poza de arena que se apresuran a cubrir bajo un sol ardiente.

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