Cuentos de la nueva normalidad: ¡Vaya siglo de espaldas!

Eloy Rubio Carro es el autor de este relato que formará parte del libro ‘Cuentos de la nueva normalidad’ que aparecerá este otoño publicado por Marciano Sonoro Ediciones

Eloy Rubio Carro
20/07/2020
 Actualizado a 20/07/2020
| MARIO PAZ
| MARIO PAZ
Como si no hubieran pasado sesenta días, me subí al coche: el indicador de gasolina mostraba casi un lleno. Eso es lo que me había movido en dos meses, cuatro veces al ‘Súper’. Arranqué y fui hasta Astorga a comprar y a darme un paseo. Me ajusté la mascarilla por encima de la bufanda, me unté bien los guantes con la pomada alcohólica y salí a la calle y no vi a nadie.

Con los guantes puestos las cosas quedaban más lejos. Yo tenía la costumbre de ir tocando las paredes con el índice según paseaba, una forma de tomarle el pulso a la ciudad, y ahora tenía que reprimir las manos en los bolsillos, dejarme de rascar, –he de decir que suelo mordisquearme los pulgares hasta casi sacarme sangre, rascarme la región anal, cuando estoy solo–, mirar la realidad con ojo hipermétrope: «Me horroriza mirarme de improviso en un espejo».

Paseaba como en una burbuja, siempre lo había hecho, pero yo la pinchaba con ese dedo índice, caminaba con el cuerpo inclinado hacia adelante. Tocaba las paredes, sentía el olor de las casas, el bullicio de la ciudad. Pero ahora esa burbuja, esa cantidad de espacio que consideraba como mía, había sido ampliada por decreto y lo que es peor, convertida en cárcel móvil de canario o de verderón y sin poder asomar la patita. Con frecuencia me olvidaba y transgredía el espacio de los viandantes, pinchaba su nueva intimidad, entonces el agredido retrocedía o bien me amonestaba: ¡Guarde las distancias, sea responsable!

‘Responsable’. Responsabilidad, otra palabra que había variado su sentido y que ahora significaba larga distancia, la de las conversaciones formales, la de los discursos, no la de los afectos. Sería difícil cortejar, hacer el amor, reñir o conversar a esa distancia. Sin pretender esta metáfora, nos habíamos alejado de los otros.

Me acercaba a una farmacia en la que había una larga cola, pues solo se permitía entrar de uno en uno. La separación entre individuos era de más de dos metros, todos enmascarados y enguantados. No me era posible pasar por esa cola si quería mantener la distancia, y por el vial circulaban demasiados vehículos. No había más remedio entonces que desfilar al lado de ellos. Temiendo provocar un ‘colapso de comportamiento’ me aventuré. Una mujer con una mascarilla de visera, como una mampara de moto, me dijo en voz alta, al tiempo que se apartaba hacia el arcén, que no me acercara. Me pegué a la pared cuanto pude, aceleré el paso y logré pasar, no sin oír el comentario de que gente irresponsable como yo éramos los culpables de que esto no acabara.

«Experimentaba cada vez con más claridad la sensación de debatirme en una trampa y me parecía estar consumido».

Continué calle abajo hasta el supermercado donde había otra fila más. Pregunté por el último, ya que la cola, aunque guardaba las distancias era bastante caótica. Me coloqué a unos cuantos metros de la mujer que me dio la vez. Esta llevaba una mascarilla quirúrgica resbalada sobre la barbilla y hablaba por el móvil. Terminó su conversación y me dijo: Hay que tener paciencia, llevo ya quince minutos y esto no se mueve. No tenía que tener porqué, le respondí, al fin y al cabo debemos de estar los mismos que en otras ocasiones. Pero no es lo mismo, respondió muy sabiamente, en la farmacia de arriba sí podría ser lo mismo, entran de uno en uno y aquí lo hacemos por oleadas, aunque también allí la distancia ralentiza cada operación, como si le hablaras al juez que te tiene que juzgar. La mujer bajaba su mascarilla con un dedo para dejar libre la boca. Inconscientemente rompía la distancia crítica establecida y yo no era capaz de llamarle la atención. Así que cuando más se acercaba más yo retrocedía; pero ella se encendía, que digo, se incendiaba más y más en la conversación. Por detrás de mí venía una mujer sin mascarilla, también la repartidora de correos con su carrito que aparcaba a la vera de un portal. La mujer paso rozándome sin inmutarse, no dijo nada. Una vez, continuaba diciendo mi interlocutora, haciendo deporte por uno de esos caminos de Maragatería, donde yo vivo, me encontré de pronto con un pequeño grupo de militares en maniobras cerrándome el paso. Los fusiles apuntaban hacia mí. Yo seguía corriendo hacia ellos y ni decían nada ni hacían ademán de apartarse. Cuando estaba a unos veinte pasos les pregunté: ¿Puedo pasar? Nadie me respondió. Las cunetas estaban de agua a rebosar. Me acerqué con parsimonia, sin dejar de mirarles y al llegar junto a ellos tampoco dijeron nada, sin la limosna del reconocimiento. Pasé por entre los dos últimos a mi izquierda sin que nadie me dijera. La mujer seguía acercándose según se enfrascaba en su monólogo, al tiempo que yo reculada mirando de reojo hacia atrás. Quería ya que se callara. La cola se había reducido un poco, pero estábamos ya a veinte metros del último, parecíamos estar a otra cosa. Le dije, esto parece que se agiliza, miró hacia atrás pero siguió en su avance. Yo estaba a punto de reconvenirla, de empujarla. Estaba ya a menos de un metro de mí, sentía angustia y me temblaban los labios, no era capaz de decirle nada a pesar de mi enorme capacidad de aburrimiento. En esto le hice una finta y la driblé por un flanco, colocándome por delante de ella en la cola de espera. Cuando se vio sola y de espaldas se dio la vuelta: ¡Eh, cuidado con colarse! Me acerqué hasta unos tres metros del último. Ella me seguía por detrás. Yo, como aquellos militares, participaba de una acción seria, ordenada, ficticia, en la que la deportista no era posible, no era, no. Era Nadie. Pues ‘Nadie’ empezó a gritarme. No me voy a colar, le dije; pero no quiero que perdamos la vez. Por fin a la entrada del supermercado me rebasó. Reculé unos tres metros, cuando ella volvió a bajarse la mascarilla para sacarme la lengua y se volvió de espaldas a mí. No dijo cosa más.

Salí del supermercado, cargué la compra en el coche y subí hacia la biblioteca. Hacía cincuenta días había comenzado el ‘Tristram Shandy’ y lo había dejado cuando el padre de Tristram y su tío Toby charlan, mientras descienden la escalera, sobre la importancia de las narices para la vida. La conversación era desnuda, erudita al tiempo que afectuosa. En ocasiones se tocaban al hablar. Cada escalón que bajaban implicaba un argumento, una nueva erudición y motivo de conversación. El tiempo se enlentecía y nada podía ocurrir. Nadie que los viera podría asegurar si bajaban o subían. El ensamblaje de la conversación era el propio de las declaraciones susurrantes, de las declaraciones de amor. Sería inconcebible esa conversación desde mi burbuja actual. La nueva normalidad que dificultaba o impedía el amor, la agresión e incluso la conversación íntima, transformaba todas nuestras relaciones en conversaciones formales, temerosas. Imagínense a unos jóvenes en una declaración de amor sentados a una distancia de diez metros. No.

Entré en la biblioteca que mantenía la puerta abierta. Estábamos en mayo pero seguía haciendo frío. La sala de lectura estaba bastante poblada, pues los lectores ocupaban su lugar entre dos vacíos. No había ningún sitio libre. Me acerqué a uno de esos huecos luego de sacar el libro de Lawrence Sterne y lo extendí sobre la mesa. Mis vecinos me miraron como perros sorprendidos o arrinconados, como si temieran de mí una propuesta sexual. El mundo está plagado de mímicas, de señas que hay que saber interpretar. La muchacha a mi derecha se inclinó hacia el otro lado, traslucía temblor en sus brazos, en la mirada, en la comisura de los labios, con una boca amargadamente pequeña. Súbito dio un portazo con la tapa de su ordenador, se levantó y se fue hacia la recepción. El hombre a mí derecha también me daba la espalda. ¡Vaya siglo de espaldas! Me acerqué al libro y leí: «El fatal momento en que los escasos espíritus animales que me quedaban, junto con los que la memoria, la fantasía y la inteligencia tendrían que haber sido transmitidos –fueron dispersados, confundidos, alterados, desperdigados y enviados al infierno–». Pasé la página pero no pude leer más. La muchacha venía hacia mí detrás de la bibliotecaria. Cuando estuvieron a tres metros bien contados y bien medidos me gritó por entre la mascarilla lunaria que no podía sentarme ahí, que era obligatorio dejar una silla entre medias. No hice ademán de levantarme, la chiquilla estaba muy nerviosa, pasó delante de la bibliotecaria y me dijo: ¡Váyase de ahí! Pero yo seguía en mi burbuja y leía: «Entonces aún estábamos a tiempo de haber puesto un alto a esa persecución en contra suya, –al menos, de haber intentado un experimento–. «La muchacha estaba fuera de sí y la bibliotecaria se había ido a buscar al vigilante. ¡Váyase!, váyase por favor, gritaba entre sollozos. Cogió un bolígrafo y me lo lanzó mientras yo permanecía impasible. Se me acercó un poco más y pinchó su burbuja. Todo el aire comprimido salió con brotes de saliva de golpe escupiéndome la cara. Me abalancé hacia ella, pero fue en vano. Aunque en mi intento redujera a la mitad la distancia que nos separaba, la otra mitad era infranqueable, siempre ahí multiplicando sus mitades.

Entendí que me sería imposible tocarla, acariciarla. A partir de ahora no abriría la boca, me bebería, me besaría mi aliento si fuera preciso morir. Me volví entonces al libro, lo cerré y lo puse bajo del brazo. Salí de la biblioteca entre la estupefacción, a espaldas de todos. Nadie me diría nada. Salí a la calle, en la que desde ahora no habría nadie.
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