Cuentos de la 'nueva normalidad': Refugio

Isabel Llanos es la autora de este relato que formará parte del libro ‘Cuentos de la nueva normalidad’ que aparecerá este otoño publicado por Marciano Sonoro Ediciones

Isabel Llanos
28/07/2020
 Actualizado a 28/07/2020
| MARIO PAZ
| MARIO PAZ
Carmen cerró la puerta de su casa. Con las maletas a sus pies, dio dos giros de vuelta a la llave antes de dejarla debajo del tercer tiesto del descansillo. Luego las cogió, una en cada mano, molesta por el abultado bolso sobre el hombro derecho y la pesada mochila que cargaba a la espalda. Inició el camino hacia las escaleras. Apenas se detuvo un instante, con el pie sobre el vacío del primer escalón, para voltear la cabeza y mirar la puerta que acababa de cerrar. Ya en el zaguán, posó de nuevo los bultos para abrir el buzón, comprobar que estaba vacío, retirar la etiqueta con su nombre y guardársela en el bolsillo de la chaqueta. Salió a la calle.

El sol brillante la deslumbraba y casi dañaba su piel blanquecina, desacostumbrada a otro aire que no fuese el del que era, hasta hacía breves instantes, su domicilio. Sus oídos, acostumbrados a su vez al silencio, detectaron con precisión la procedencia del ruido de un motor alejándose. Luego, ya nada más salvo algún trino y el golpeteo de sus tacones contra el suelo. Girando la esquina estaba el local viejo, con persiana metálica, donde guardaba su coche y que usaba como trastero. Subió la verja que protestó chirriante por haberla despertado del letargo. Abrió el maletero y metió el equipaje. Ni se planteó verificar que el vehículo arrancaría después de tanto tiempo, directamente abrió el capó y conectó el multifunción que había pedido meses antes por Amazon para cuando llegase el momento.

Rebuscó entre cajas polvorientas y bolsas en las estanterías de madera y separó algunos enseres y objetos. El suelo parecía convertirse por momentos en un mercadillo de chamarilero. Luego cogió una bolsa de lona de inmersión y lo metió todo. Lo cargó en el coche. También un par de latas de combustible. Montó en el vehículo y salió del garaje abandonándolo con la trapa en un bostezo perenne.

Circulaba con la ventanilla bajada, dejando que el aire jugase con su pelo lacio y apagado. Al mirar por el retrovisor, de manera instintiva, se percató de lo que destacaban las ojeras y lo hundido de su mirada. Su rostro, sin embargo, carecía de expresión. Atravesó las calles sin gente, apenas un vehículo a lo lejos, todo cerrado y detenido como si el silencio fuera narcótico. Calculó la velocidad para amortizar el combustible que casi llenaba el depósito. Una leve mueca de sonrisa entonces, y un embrión de suspiro. Era bello el ‘skyline’ de la ciudad entre las hebras rojizas de la puesta del sol, pensó en el último vistazo por el espejo.

Fue dejando atrás autovías, pasó a carreteras nacionales y más tarde a secundarias, y ya anochecía cuando tomó el último desvío que la introdujo en un estrecho tramo sin siquiera señalizar invadido por árboles y matas por el que apenas entraba un vehículo. Al final del trayecto estaba la aldea abandonada, pero aún continuó atravesándola hasta llegar a una pista forestal que conducía a un refugio al límite de lo que podría acceder un todoterreno. Dejó los faros encendidos para bajar y abrir la portezuela, vaciar el maletero en la casa y, dejándola entreabierta, dirigir el coche a la parte trasera, atravesando un tosco vallado. Los pocos pasos de regreso hasta la puerta los hizo abrazándose el cuerpo debido al fresco de la montaña, disfrutando del aire limpio y puro que entraba en sus pulmones como si fuera un manjar que deglutiese un famélico prisionero, sin prisa, admirando el cielo estrellado que no deslucía la mortecina luz que procedía de la cabaña.

Una vez dentro, encendió el fuego de la chimenea. Aunque eran los primeros meses del estío, consideró que caldear la estancia, después de tanto tiempo cerrada, contribuiría a expulsar la humedad y, por ende, sería más fácil conciliar el sueño. Cenó frugalmente, contemplando las estrellas por la ventana, las manchas oscuras del arbolado, percibiendo en el silencio del bosque muchísima más actividad vital que en la ciudad. Dejó los platos y cubiertos en el fregadero, y se acostó.

Se despertó con la luz tibia del alba y aún remoloneaba en el camastro cuando escuchó el ruido de un motor acercándose. Se echó una chaqueta de forro polar sobre los hombros y salió a la puerta. Una moto se acercaba por la pista. Detrás, otro vehículo con remolque encontraba ciertas dificultades para seguirla.

La moto llegó antes a la pequeña explanada junto a la puerta. Cuando él se quitó el casco, los mismos ojos hundidos en ojeras le devolvieron la mirada. Sin palabras, midiendo casi cada paso, se acercaron para entregarse a un abrazo largo e intenso en el que les encontraron quienes llegaban en el coche. Se abrieron las puertas, salieron otros dos adultos, tres niños y un perro. En el remolque protestaban algunos animales más del trasiego del viaje. Ni siquiera los niños, ni siquiera el perro a pesar de su instinto, parecían otra cosa que autómatas. El mismo colapso emocional en sus ojos. Poco a poco se fueron agrupando con la pareja. Ella les abrazó uno a uno con la misma intensidad y acarició la cabeza del can.

Al principio les costaba incluso cruzar palabras. Los desayunos, comidas y cenas sentados compartiendo mesa parecían el refectorio de un convento con voto de silencio. Hacían las tareas asignadas tan callados que parecía que un halo de misticismo llegaba con las brumas matinales y no los abandonaba hasta que seguían callados en el sueño. Fue precisamente en sueños donde comenzaron las conversaciones. Carmen, una noche comenzó a repasar una ficticia lista de la compra, después las tareas de oficina, otro día soñó que estaba en un bar y le pedía la consumición al camarero. Uno de los adultos varones contestó, y se empezaron a unir en esa onírica conversación las otras voces, con ecos de los niños canturreando juegos. Esa mañana en el desayuno los ojos habían perdido el matiz opaco que los apagaba. Carmen dijo «pásame la mantequilla, Juan» y uno de los pequeños soltó una risilla. El can ladró y se incorporó con brío. «Pásame la mantequilla. Pásame la mantequilla» empezaron a repetir entre carcajadas. Fue ese mismo día que se atrevieron a encender la radio y afrontar la realidad de los últimos supervivientes.
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