Cuentos de la 'nueva normalidad': El estilita (la primavera confinada)

José Luis Puerto es el autor de esta pieza literaria que formará parte de un proyecto editorial de que aparecerá este otoño publicado por Marciano Sonoro Ediciones

José Luis Puerto
15/07/2020
 Actualizado a 15/07/2020
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Acababa de llegar a la ciudad en la que vivía a media tarde del sábado, tras un brevísimo viaje para ver a los suyos e indagar en los perdidos y ancestrales pueblos del oeste hispánico sobre ciegos copleros, para una exposición universitaria a la que se había comprometido y que, debido a las circunstancias, se terminaría suspendiendo.
Había ya una atmósfera de que alguna situación excepcional iba a ocurrir. Aún no se le había puesto la palabra, con la que después sin embargo todos se familiarizarían, a fuerza de repetirla los medios de comunicación de todo tipo hasta la saciedad.

Confinamiento, cuarentena eran conceptos y voces que se iban a ir apoderando de la situación, hasta convertir la dinámica de todos en una irrealidad. Porque un más que minúsculo organismo invisible les iba a echar un pulso, en un muy desigual combate para el que no estaban preparados.

Él, en aquella tarde extraña, en la que acababa de llegar del pequeño viaje, percibía ya extraños signos, emanados por esa sutil atmósfera social de todos, que indicaban que algo los iba a encaminar hacia una inquietante incertidumbre.

En los supermercados y tiendas estaban agotados los alimentos esenciales: leche, huevos y otros por el estilo. Y hasta el papel higiénico se convirtió, quién lo iba a sospechar, en un bien codiciado.

Salió a comprar con su esposa –tarde, mal y nunca, como suele decirse– y comprobaron que todo estaba arrasado. Pero, ante aquella irrealidad, que había visto en los documentales sobre los antiguos países del telón de acero, acudió en su ayuda una frase que siempre pronunciaba su madre en situaciones de apuro: «Dios proveerá», como forma de indicar que, aunque haya situaciones que nos sobrepasan, siempre hay alguna ‘mano poderosa’ (expresión que asimismo su madre utilizaba, como también el escritor judío Isaac Bashevis Singer) que acude en ayuda del ser humano para abrir los callejones sin salida.

Acudió a su memoria la peste de la que tenía noticia desde niño y cuyo conocimiento le llegara a través de los labios de su abuelo Pablo. La llamada –dicen que mal, Dios sabe– gripe española, que se iniciara en 1918 y que causara millones de muertos en todo el mundo.

En Alfranca, de donde era oriundo, le contaba y volvía a contar su abuelo que no murió nadie de ‘la peste’, término con el que se conocía en el pueblo la pandemia, porque todo el pueblo se encomendó a San Sebastián, quien, efectivamente, los libró de una muerte que, implacablemente, se expandiera por los cinco continentes, diezmando la población mundial de modo contundente.

A tal santo, se le cantaba la víspera de su fiesta una alborada, de la que él había memorizado dos estrofas, cuyo significado, en sus años infantiles, no llegaba a descifrar del todo, pero que luego, siendo ya adulto, llegaría ya a desentrañar sin mayor problema.

Una de tales estrofas, entonada de modo colectivo por las gentes de Alfranca en la alborada de la víspera de la fiesta del santo, decía lo siguiente: «En el año dieciocho,/nos libraste de la peste;/válganos tu intercesión/a la hora de la muerte».

Cuando escuchaba de niño aquella estrofa, no lograba saber cuál era tal año ni qué suceso catastrófico había ocurrido en él. Tales versos tenían que ver con otros, pertenecientes a la misma alborada, que aludían asimismo al mal de la epidemia. En parte, le resultaban asimismo enigmáticos: «Tú nos libraste aquel año/de los males contagiosos;/válganos tu intercesión,/San Sebastián valeroso».

Aquel sintagma de ‘los males contagiosos’ le resultaba de niño incomprensible. Nadie se lo explicaba. Lo único que le terminaba quedando claro era que la figura de San Sebastián –aquel santo mozalbete, de imagen semidesnuda, a modo de un Apolo cristiano, en cuya fiesta colocaban en Alfranca para la procesión, tras su imagen en andas, una hermosísima rama de acebo con sus hojas perennes y brillantes y sus bayas rojas– había protegido y librado del mal a las gentes de su pueblo, según su abuelo le explicara una y mil veces.

Pero luego su madre, cuando iban pasando los días y las semanas del confinamiento y hablaba por teléfono con ella, le llegó a decir que, en las puertas de no pocas casas del pueblo, recordando aquel papel benefactor del santo, habían colocado y clavado (con chinchetas o simple pegamento) estampas de San Sebastián –como es bien sabido, junto con San Roque, uno de los santos más emblemáticos de la peste–, con lo cual el pensamiento mágico se volvía a reiterar un siglo después, en una época tan distinta, ya caracterizada por una fiebre tecnológica digital compulsiva que, como un huracán poderoso, estaba transformando y trastornando el mundo.

Aquel recuerdo de los relatos de su abuelo Pablo acudió en la tarde de aquel sábado de vísperas a su memoria. Él vivía en el piso más alto de un bloque de pisos, desde el que podía otearse toda la ciudad. Y en él hubo de confinarse, como todos los ciudadanos, cada cual en su correspondiente vivienda.

Aquel pequeño rascacielos –si es que así puede llamarse a un bloque de pisos de una mediana capital de provincia–, de planta cuadrada, con una imagen hasta cierto punto esbelta, visto desde la distancia, le recordaba, desde que fue a vivir a él, una columna; en concreto, aquella columna sobre la que el asceta Simón el estilita, encaramado permanentemente en ella, realizaba su penitencia, con unas vistas del desierto en torno de trescientos sesenta grados, abarcando todo el espectro de la rosa de los vientos.
Salvando las distancias, él se encontraba sobre una columna confinado, en espera de que el chaparrón de la pandemia, poderoso, contagiante y mortífero, terminara por pasar y escampara.

Sobre aquella columna, leía, escribía, realizaba indagaciones que le fascinaban sobre teatro popular, ermitas marianas con plazas de toros adjuntas y otros mil asuntos por los que transita la cultura tradicional de todo el oeste ibérico. Sobre aquella columna, también contemplaba el panorama, desde los ventanales que daban hacia todos los puntos cardinales y desde los que se veían los tejados de la ciudad, algunas arterias y venas de sus calles, así como las torres de la catedral, que sobresalían de los demás edificios.

Al principio, lo que más se llegaba a percibir era el silencio, que se iba apoderando del espacio, donde antes –desde el amanecer hasta la madrugada– todo lo invadía el rugido del tráfico rodado. Un silencio que apaciguaba, pero que, al tiempo, acentuaba una sensación de irrealidad, a la que, en el fondo, no estaba ni él ni sus conciudadanos, acostumbrados.

La nitidez del aire vino poco después de la mano del silencio, asentándose como un ángel azul sobre la ciudad y su contorna. Se trataba de dos presencias nuevas y desacostumbradas, que, pese a ser invisibles como el virus, se percibían como beneficiosas, aunque resultaran al tiempo inquietantes, porque habían sido expulsadas de las ciudades desde hacía ya casi más de un siglo.

Quedaba un tercer asalto. Las calles, plazas, parques y todos los rincones de la ciudad se habían quedado vacíos de la presencia humana, de repente, de un día para otro. Y se sentían incómodos, como les ocurre a los paisajes sin figuras.

Como la primavera se iba manifestando, con lentitud y de modo casi desapercibido, como hace siempre, y los animales dejaban de sentirse acosados por la presencia humana, siempre tan hostigadora y avasalladora, sin plan alguno preestablecido, cuando pasaron varias semanas, por las calles de la ciudad comenzaron a pasear jabalíes, que bajaban del monte, lagartos y lagartijas que se desperezaban de su letargo, con las primeras subidas de temperatura, conejos y liebres que salían de sus huras de la Candamia… Y la ciudad se fue animalizando. Las calles y plazas tenían otro aspecto muy distinto.

Pero las plantas arbustivas no quisieron quedarse para atrás y también se decidieron a intervenir. ¿Cómo se iban a privar ellas de aquel festín que proporcionaba el vacío humano de plazas y de calles?

Primero, comenzaron las plantas más audaces, como las zarzas, con sus guías que se van alargando con la savia nueva, o las gayubas y otras plantas rastreras, que iban alfombrando el asfalto. Pero después, en las umbrías y rincones más deliciosos de las vías urbanas fueron apareciendo saúcos y paleras, sangreras o mundillos, cabicuernas o aligustres, espinos…, en fin, toda la deliciosa variedad de plantas de ribera, por las que la mediana capital de provincia está enmarcada.

La ciudad fue vuelta a ocupar, ahora con otras claves. Ya no hacía falta que abrieran los bares y restaurantes, las tiendas, los mercados, las librerías, las panaderías… Animales y plantas –los nuevos ocupantes de la ciudad– sabían sobrevivir por otros medios.

El ruido de los motores cedió su sitio a los trinos de los pájaros, sobre todo de los pardales, tan fieles a los ámbitos en los que fijan su microcosmos. Los humos de los tubos de escape fueron derrotados por un aire más luminoso y más puro. Pero los seres humanos, agresivos ocupantes de todo el espacio planetario que podían colonizar, en la medida en que se hallaban confinados, cedían su puesto a una naturaleza antes avasallada.

¿Y la muerte? Esa era la cuota que estaba pagando la especie humana. Los medios de comunicación daban día a día cifras inquietantes. Las gentes –sobre todo el eslabón más débil de los ancianos, hacinados en residencias, montadas casi todas como negocios y no como servicios sociales– iban muriendo, algunas en sus casas, otras en los hospitales, residencias de ancianos, sin la compañía de los suyos, sin los afectos de los allegados, tan necesarios para realizar el último viaje.

Era el aspecto que más inquietaba y desasosegaba al estilita, confinado en su columna, contemplador de una irrealidad, de una distopía, que no sabía si se le manifestaba o si la ensoñaba más bien.

En algún momento, ya avanzado el rosario de las semanas del confinamiento y cuando los animales y los arbustos se habían apoderado casi completamente de las vías de la ciudad, salió como pudo, sorteando bichos y hierbajos, a comprar la prensa, por si arrojaba alguna luz sobre todo lo que estaba ocurriendo.

Se encontró con unas declaraciones del cineasta japonés Hirokazu Koreeda, que se destacaban con letras grandes en la página del diario, entre comillas: «¿Y si el ser humano es el virus del planeta Tierra?».

¡Como para animarse a bajar de la columna!
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