13/06/2021
 Actualizado a 13/06/2021
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Cuarenta días y cuarenta noches es un plazo suficiente y razonable así para que la existencia tuerza hacia uno u otro lado como para que un virus criminal se aparte de nuestro entorno. Esto hemos aprendido en carnes propias acerca de la dichosa cuarentena y toca ahora aplicarlo con inteligencia en otros ámbitos de la vida donde se requieren treguas y no urgencias, reflexión y no arrebatos, calma y no ansiedad. Reconociendo, eso sí, que la frontera es la que es y que más allá de ella los sueños se hacen añicos y todo lo demás se disuelve en una dilación insoportable. No hay prórrogas en esos partidos.

Pongamos por caso un indulto o cualquier otra decisión política. Su adopción merece al menos su tempo, y la divergencia, proyección. De lo contrario, como nos ocurre, hay prontos y hay reacciones, aunque escaso pensamiento; hay posturas y gestos, pero dudosamente construcción colectiva; hay mayorías y consignas, pero poca democracia. Si antes de que un gobierno decida algo, lo que sea, por lo general algo severo, la oposición se manifiesta ya en las calles, no en el Parlamento, el escenario no es político, sino un hervor de voluntades primarias arteramente adobadas. Y si los partidos políticos no saben de cuarentenas, seamos entonces las personas las que no nos dejemos ir en esa deriva pandémica, tal y como hemos sabido hacer en la del virus, por duro que nos haya resultado.

En otro plano más personal, iracundos y desorientados como andamos tras las cuarentenas reales y sus demás aditamentos, la vida se nos va en repentes, reojos y berrinches. Por no hablar del distanciamiento social que, salvo para botellones y terrazas madrileñas, se nos ha clavado en la piel casi como un estigma. Seguramente nuestras emociones requieran también cuarenta días y cuarenta noches de sosiego, no más, para recuperar tono e impulso y aliviar así las saturadas consultas de salud mental. Al fin y al cabo eso mismo cuentan que duró el diluvio universal y cambió el ciclo de la historia humana.
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