19/04/2020
 Actualizado a 19/04/2020
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Cuánto pelo tiene usted», me dijo aquel amigo americano en ‘il grande prato’, una espléndida casa rural en medio de La Toscana, imagino que porque, entre otras cosas, su cabeza parecía una bola de cobre y por aquel entonces yo lucía una cabellera abundante y oscura. De eso hace lustro y medio, pero han querido las circunstancias que mi pelo, sino por la frente, se haya desmadrado por flancos y nuca, y haya adquirido un inequívoco aire comanche. Podría atribuirse a la presencia de comunistas en el Gobierno, pero siempre he recordado a Lenin por su cráneo mondo y será más razonable pensar que haya tenido más peso el cierre de las peluquerías. Clausura dubitativa, por cierto, pues durante una semana nos tuvieron, como en tantas otras cosas, en ascuas, sin saber con certeza si uno podía rasurarse y ungirse la nuez con una buena loción. Miro mosqueado a la gente que sale en la tele, la mayoría con un corte impecable (a excepción del inefable Simón, con sus greñas y sus cejas enmarañadas), y me pregunto quién coño los afeita, o cómo se las arreglan para que un peluquero solícito se salte el confinamiento. Echo de menos al mío, Daniel, no solo por su competencia minuciosa, sino por las conversaciones que teníamos en su peluquería una vez al mes: de todos es sabido que las charlas con tu barbero son infinitamente más terapéuticas que cualquier sesión de ‘coaching’. En las videollamadas con los amigos suele ser motivo de mofa y aunque todavía no he visto a nadie con una trencilla en el cogote, se nota a golpe de vista la anarquía capilar, el colapso melenudo, ese desarrollo que ocupa sin tasa los pabellones de las orejas, las fosas nasales, el barbecho triste y correoso de la coronilla. De un modo u otro, el pelo se acaba convirtiendo en una obsesión, en el tema estrella, siquiera por sus resonancias y alegorías: nos están tomando el pelo, la economía está cogida por los pelos, cada vez que pienso en lo que nos queda, me tiro de los pelos… Quizá haya que ver en todo esto un regreso a épocas primitivas, cuando el hombre paseaba por la tierra con un taparrabos, y su mayor preocupación era que no lo devoraran las bestias. O pensar, en un arrebato bíblico, que cada día nos parecemos más a Sansón, o al Bautista que una pérfida pero voluptuosa Salomé, paseó en una bandeja de plata.
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