Cuando se muere el alma

14/09/2022
 Actualizado a 14/09/2022
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Los museos, la mayoría, tienen su cara y su cruz. Allí, guardada y visitable, queda para siempre la historia de un pueblo, sus oficios, sus aperos, la de un tren, la de un mundo y hasta la de sus flores y bichos. Allí están, allí los ves, allí recuerdas y cargas las pilas de las nostalgias que a cada cual le invaden y le provocan.

La cruz es que también la mayoría de las veces, su existencia va acompañada de su certificado de defunción. Aquello que allí se guarda y conserva da fe de lo que hubo y ya no existe, de lo que fue y ya no es. Se entiende bien cuando se dice aquello de que el museo de la minería es el único pozo que sigue abierto en todas las cuencas.

Muchos pequeños museos de nuestra provincia son, en realidad, colecciones particulares y detrás de ellas hay un personaje fundamental, el alma del museo, aquel que fue recogiendo pieza a pieza, que sabe su historia y su leyenda, que se emociona cuando recuerda todos los nombres que los demás han ido olvidando. Maxi guardaba en Palacio de Valdellorma hasta la última pieza y recuerdo de la historia de la Feve, del Tren Hullero, en cuya construcción de la vía trabajo su abuelo y en esa empresa trabajó su padre, sus tíos, y él mismo «39 años, 4 meses y 10 días». Te contaba los nombres de todas las máquinas, las fechas de todos los accidentes, los pueblos de los fallecidos, los lugares en los «la máquina se tumbó», las patatas con sebo que comían...

Se fue Maxi, quedan las piezas, los recuerdos... pero no tienen alma.

Quedan las gorras, pero falta la cabeza.
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