Cuando los espíritus poblaron Tsaciana

Crónica de un Samhain, por Marta del Riego Anta

Marta del Riego Anta
04/11/2021
 Actualizado a 04/11/2021
Concierto de Tsacianiegas con Buxane. | KATERÍN ÁLVAREZ
Concierto de Tsacianiegas con Buxane. | KATERÍN ÁLVAREZ
¿Dónde estoy? Carbón y pizarra. Robles, abedules y calzadas romanas. Minas abandonadas, lavaderos de carbón con aspecto de haber sufrido la explosión de Chernobyl. Puentes medievales. El río Sil. Castros astures. Aroma a frisuelos y a castañas asadas. Y por las callejuelas empedradas cruza una bruja bajo un manto de piel de oso. Samhain en Laciana, víspera de Todos los Santos.

Lo que sucede es que en Madrid tengo un déficit de misterio. Y de aire puro, eso también. Y decido que para celebrar el Día de Difuntos me vuelvo al Noroeste, pero más allá de mis riberas bañezanas, llego hasta Laciana, Tsaciana. Dormimos Pequeño Zar -mi hijo de nueve años- y yo en una casa rural en Villager. La dueña es una bruja que nos sirve dedos ensangrentados y pinchos de ojos. En el bar, mineros, ganaderos, chicas guapas y niños disfrazados de momias ensangrentadas. La idea es celebrar Samhain o Samaín, la fiesta celta de los muertos, en Rioscuro. Detrás está el ayuntamiento de Villablino, que ha puesto en marcha el proyecto Camminus para potenciar el Centro Cultural de los Castros y visibilizar el patrimonio lacianiego rural, con el apoyo del Instituto Leonés de Cultura.

Me han escrito las mozas de Tsacianiegas, Raquel y Laura, para contármelo. Hay una fiesta, hay que disfrazarse, hay que dejarse llevar por lo que nos rodea: ese mundo primitivo y misterioso de Tsaciana.

Un niño dueño de una aldea


Al día siguiente diluvia. La diosa celta de la lluvia estará satisfecha. Aún así, Pequeño Zar y yo nos lanzamos a la aventura. Caminamos con nuestras capas y nuestras máscaras por la Vía Verde -que sigue el recorrido del antiguo tren hullero- hasta Rioscuro. Mastines leoneses y vacas, huertas de berzas salidas, calabazas gigantescas. Cuando llegamos a Rioscuro, en el Centro de Interpretación de los Castros, nos recibe una moza con su pañuelo y sus manteos. Es Sara Álvarez, alma máter del proyecto que corre de un lado entre los puestos del mercadillo de artesanía. Un paisanín de la Asociación Cultural Vilforcos nos muestra el puente romano, el destrozo de una compañía eléctrica en la calzada romana -vayas donde vayas, siempre hay destrozos de compañías eléctricas en nuestra provincia-, la casa de los Arias, familia pudiente y propietaria de las minas, con sus torres y su portalada -viven en Madrid, nos dicen, está medio abandonada-, edificios del siglo XVII, hórreos, la Capilla -el bar de la asociación de vecinos, antigua capilla- y nos cuenta que en Rioscuro hubo 4.000 almas, ahora son 80 en invierno y dos niños. Vemos pasar un rebañín y un rapaz suelta: “Son mis ovejas”; y yo pienso, tú eres dueño de una aldea entera. También, no sé por qué, pienso en Pequeño Zar, esperando su autobús en la estación de Atocha entre el humo de miles de vehículos y yo gritando, no toques eso, no te apoyes ahí, no te vayas lejos. Pequeño Zar no es dueño de Madrid.

El espíritu de Eduardo Arroyo


Comemos en Robles de Laciana. En la plaza, un caballero muy elegante nos pregunta donde está la casa de Eduardo Arroyo. Lo escudriño. “Se murió hace tres años”, contesto. Cierra los ojos. “Ya. Pero la casa sigue cuidándola su mujer”. Alguien les indica por dónde ir. Y mientras estoy sentada en el comedor de la casa rural y distingo la montaña pintada con verdes, dorados, anaranjados, pienso que quizá a Arroyo le hubiera gustado este mundo loco de disfraces de Samhain. Hace unos años empecé una entrevista con él, que nunca terminé y nunca publiqué. Y es uno de esos “dolores periodísticos” que te quedan dentro.

Estrellas del folk


En Rioscuro sigue la fiesta. Por la tarde hay un taller de lana y un calecho con Miguel Ángel González, Ricardo Escobar y Ricardo Chao de la Asociación Faceira. Hablan de la diferencia entre calecho y filandón, de las tradiciones celtas que heredamos, y lo más importante: no cabe un alfiler. Yo me apunto con Pequeño Zar y su amiguito francés Mateï a una ginkana por la aldea. Llegan decenas de niños como pequeños monstruos del más allá. Vampiros, brujas, hechiceros. Tienen que asaltar a los paisanos que lleven una nuez colgada al cuello, y ellos les recitarán un acertijo en pastuezu. Escucho las vocecillas de los nenus, riendo e intentando adivinar las respuestas. Si aciertan les dan una castaña. Hay doce acertijos y doce castañas.

Y hay cada vez más y más público.

Las callejinas del pueblo se llenan. El bar no da abasto. La gente va disfrazada de seres oscuros o va con ropa de montaña. Cervezas bajo la luna. Hace frío, pero nadie se percata. Sale humo de las chimeneas, huele a leña. Me encuentro al escritor leonés Abel Aparicio. El acordeonista de Buxande, que tocará en breve, anda cerca. Estoy con una francesa y un italiano. Al lado, una pareja de sevillanos, que se mudaron a León, me cuentan que quieren disfrutar de todas nuestras tradiciones. Escucho acento asturiano, acento gallego. Volvemos en tropel al Centro de los Castros porque empiezan los conciertos. Dejo a Pequeño Zar en el taller infantil, enfrascado en tallar una calabaza y un nabo. Quiero escuchar a Tsacianiegas. Tengo ganas de verlas en directo. Pero otras trescientas personas también. ¡Hay una cola larguísima! Nos llega el aroma a frisuelos y a castañas asadas. Empieza el concierto y me coloco en segunda fila. Raquel y Laura cantan muy juntas, estáticas. Solo mueven las manos, que no paran de revolotear en torno a los pandeiros. La voz les surge como de un lugar muy antiguo, a veces pícaro, a veces inundado de melancolía. Es el canto de los vaqueiros y de los amantes, de los mineros y de los labradores. La multitud las corea, silba, lanzan aullidos que suenan a música bereber. Estoy en otro país, en otro tiempo, y no me había dado cuenta.

Cuando regresamos por la vía verde iluminada con velas es casi medianoche, hemos escuchado a Buxane y parte de la sesión de la DJ Topanga Kiddo. Tintea y Pequeño Zar aprieta su manita dentro de la mía. “Ahí fuera hay osos”, susurra un poco asustado. Lo sé. Y también están los espíritus de los astures y de los mineros y de los vaqueiros y de los pastores y de todas esas mujeres que han hundido las manos en esta tierra durante generaciones. Y el de Eduardo Arroyo. Y el que habita en los tejos milenarios del bosque de Rioscuro. Tsaciana nunca ha estado tan poblada.
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