Cuando las tripas suenan

José Ignacio García comenta el libro de Emma Prieto 'Mecánica terrestre'

José Ignacio García
31/12/2021
 Actualizado a 31/12/2021
La autora Emma Prieto. | EDUARDO CANO
La autora Emma Prieto. | EDUARDO CANO
‘Mecánica terrestre’
Emma Prieto
Eolas Ediciones
Narrativa breve
132 páginas
15,00 euros

Me pasó con ‘Seda’, de Baricco. Pero antes me había ocurrido con ‘Pedro Páramo’ o con ‘Juan Salvador Gaviota’, y con algunos libros breves de Monterroso, de Pereira o de Zweig. Y me sucedió también con ‘Escamas en la piel’, el anterior libro de cuentos (o de relatos) de Emma Prieto. Y es que tienen razón (a veces) quienes pontifican que la esencia se recluye en envases diminutos.

No suele resultar fácil toparse con autoras (o autores) que residen allá donde tu radar carece de cobertura y que publican con editoriales menores, de precaria distribución y exigua propagación mediática. Pero a veces se produce el milagro. En mi caso, que siempre estoy ojo avizor, tratando de añadir nombres nuevos –sobre todo femeninos– a mi lista de posibles participantes en ‘Contamos la Navidad’, me pusieron sobre alerta acerca de la narradora que hoy nos cautiva, algunos comentarios espiados en las redes sociales de Antonio Tocornal –del que ya he escrito hace algunos meses en este refugio– y de Eloy Tizón, sobre el que algún día escribiré, cuando alumbre una nueva y anhelada criatura.
Toparme, sin embargo, con ‘Mecánica terrestre’, seguramente me hubiera resultado más sencillo. Sobre todo, porque el libro está publicado en León, por Eolas, y Héctor Escobar tiene la sana costumbre de mantenerme al corriente de la lista inagotable de novedades que publica en esa colección en constante ebullición que es Caldera del Dagda.

Sea como fuere,‘Mecánica terrestre’ llegó a mí. Y hoy me siento el más feliz de los críticos literarios que pisan la chuchurría faz de la tierra. Más de dos docenas de magníficos libros reseñados este año que agoniza entre fiebres y toses, y voy a cambiar el calendario escribiendo sobre uno que bien podría haberse titulado ‘Mecánica celestial’; y así –de paso– algún escritor cabreado no habría puesto injustificadamente el grito en las alturas, porque Emma le haya usurpado la denominación a uno de sus libros. Cuestión, acaso, de egos o de reclamar notoriedad, más que de exclusividad o de patentes.

Pero, a lo que vamos. Emma Prieto ha escrito un libro sencillamente delicioso. ‘Mecánica terrestre’ es como esos licores aterciopelados y aromáticos que se emplean para enriquecer una tarta, que se abren hueco entre los resquicios que deja el bizcocho, que se filtran en la miga, que la esponjan y que la hacen apetitosa hasta la gula e irresistible incluso para diabéticos.

Los cuentos (o relatos, según el gusto del consumidor) hospedados en estas páginas son especiales, distintos. Dejan buena muestra de una autora interesantísima, dotada de un don que la hace diferente en la forma de concebir y de contar las historias. Emma Prieto posee esa cualidad de directora que consigue que todos los instrumentos que componen su orquesta suenen acompasados y a la perfección, por mucho que ella advierta en una nota epilogal que sus cuentos están desencorsetados y se gestan libres en su estómago. Y es cierto que tienen mucho de visceral, y una apariencia abrupta en ocasiones, como de haber sido vomitados sin que la boca haya podido masticarlos y contenerlos. Pero, tras ese disfraz volcánico se percibe un oficio de orfebre, de mecánico de piezas mínimas o de chef culinario recubierto de estrellas obesas que coloca los elementos con una precisión microscópica. Y sobre todo en los exuberantes arranques de cada texto.

En ‘Mecánica terrestre’ hay mucha poesía intercalada, una armonía sinfónica, una melodía constante que interpretan el susurro de las hojas de los árboles o el trino de los pájaros –qué esdrújula se pone a veces la naturaleza–, que son elementos recurrentes en las narraciones, como lo son el insomnio o la soledad o la oscuridad o los silencios que la escritora madrileña dosifica hasta tornarlos clamorosos. Y es que estos cuentos (o relatos) son una caja de música a la que nunca se le agota la cuerda, que hipnotiza al lector y que lo invita a bailar al son que ella marca y que lo embriaga con esa habilidad para modelar el lenguaje con una sencillez aparente, pero que crea imágenes y figuras literarias de una belleza tan endiablada como sublime, que a veces provocan conmoción o ternura y otras arrancan la más estruendosa y repentina carcajada.

Se mantiene ese lirismo en muchos desenlaces. Pero ahí, Emma desnuda los finales, los libera de ataduras o de lencería ortopédica y opresiva, y los permite que respiren a su aire. Inesperados unas veces, abiertos o ambiguos otras, dejando el veredicto con frecuencia al albur de quien lea.

Sospecho que, si el papel tiene cosquillas, las páginas de este libro se habrán estremecido y sonreído cada vez que subrayaba una frase, una ocurrencia, una expresión, un párrafo que me cautivaba, enamoraba y sorprendía. Porque sorprenden las comparaciones y la manera de entremezclar el lenguaje: lo culto con lo cotidiano, lo elegante con lo coloquial, lo barroco con lo sobrio, lo ordenado con lo caótico, lo académico con lo jergal. Para que, de una manera inexplicable, con una fórmula que solo ella puede agitar, el cóctel resultante sea como un néctar paradisíaco.

Familias que guardan la normalidad en el frigorífico cuando son confinadas, compañeras de trabajo a las que les nacen camelias en la boca o les brotan arbustos olorosos en los pies, mujeres que aprenden a pasar del «sí» al «depende», musgo que siente arrugar su piel al adherirse a la corteza escabrosa de una encina, niñas coleccionistas de madres que quieren convertirse en papel burbuja, esposas desatendidas que albergan hormigas en los ojos, testigos indecisos, artistas de circo levantiscos, vecinas de visillo y de cristal que contemplan nocturnos accidentes de moto desde prismas divergentes, redacciones estudiantiles que ocultan enconos entre compañeros, o mujeres que combaten la soledad acompañadas por cerdos de raza vietnamita mientras esperan que el amor les llegue de Japón, dan buena muestra del fructífero imaginario de Emma Prieto, de su capacidad para crear universos propios, para abolir las barreras que separan la ficción de la realidad, hasta fundirlas en muchas ocasiones y hacerlas convivir con absoluta naturalidad.

Como decía en un párrafo anterior, Emma Prieto ha escrito el libro que le ha salido de las tripas. Y no sé si se ha quedado con ganas de más, como nos ocurre a los lectores. Pero espero que así sea. Para que sus tripas no dejen de sonar.

Hasta el año que viene.

José Ignacio García es escritor, crítico literario y coordinador del proyecto cultural ‘Contamos la Navidad’.
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