Cuando el mal acecha: Recuerdos de un pasado olvidado

Ana María Campelo nos lleva hasta las calles de Villafranca del Bierzo para sumergirnos en una trama de sorprendente desenlace

Ruy Vega
30/04/2023
 Actualizado a 30/04/2023
Libro protagonista sobre otros de lecturas bercianas.
Libro protagonista sobre otros de lecturas bercianas.
Ana María Campelo, su autora, dice en su primera página: «A la familia / cuyo apoyo incondicional es imprescindible / para cumplir el sueño de escribir». Además de estar completamente de acuerdo con ella, creo que puedo afirmar que quizá de eso mismo trate esta novela: del apoyo a la familia en ambos sentidos de confluencia, tú hacia ellos y ellos hacia ti. Porque la vida no sería lo mismo sin esa parte de la sociedad que no hemos elegido, pero que por lo general es tan imprescindible para cada uno de nosotros.

Cuando el mal acecha no es el primer libro de su autora, pero sí que es la primera que cae en mis manos. Por eso, por eso y por su valor, creo que esta nueva Carta a ninguna parte, sin duda, debe ser sobre ella.

No puedo dejar de mencionarte que las páginas por las que caminan los personajes en esta trama están a nuestro lado. Sí, papá, en las mismas calles que tú y yo recorrimos tantas veces. Y eso, el recuerdo, lo hace todo más actual. Qué mágico es rememorar algo pasado y que nos traslade sensaciones al presente, ¿verdad? Sonrío al escribirlo, sonrío al inspirar profundamente tras hacerlo. Y es que Villafranca, nuestra Villafranca del Bierzo, se convierte casi en un protagonista más. Con su particular personalidad, esta villa mágica forma parte de la novela; no tengo ninguna duda.

Pero no solo pasearemos por estas calles tan conocidas, sino que en este entramado que nos envuelve, en este caso que debemos resolver al lado de sus protagonistas, también nos encontraremos, como no podía ser de otro modo, con costumbres bercianas (ahora algunas olvidadas). Este toque le proporciona una pincelada de realismo necesario que, para los que conocemos bien la zona, leerlo nos transporta hacia nuestra niñez. Podemos leer, en el capítulo La casa torcida: «El ataúd estaba en medio del dormitorio. En la cabecera, habían colocado dos cirios enormes que ardían produciendo un chisporroteo apenas perceptible, y una corona de rosas blancas reposaba en el extremo opuesto, apoyada contra las patas metálicas que sostenían el ataúd». Ambos hemos estado en una situación así. Seguramente muchos de los que lo han leído también.

Papá, en este libro, distintos personajes (la mayoría de ellos miembros de una misma familia) tendrán que caminar juntos en el olvido, el silencio y la verdad oculta. La llegada a casa de su protagonista da comienzo a un tortuoso sendero de mentiras, otras realidades y relaciones que lleva a cada lector a vivir apasionadamente su lectura. Como en un puzle, cada uno de los personajes es esencial y sin él estaría incompleto. Ejemplo de ello es el siguiente párrafo, donde varios de ellos son mencionados: «Pedro interrumpió la conversación cuando Darío regresó trayendo a Lucas de la mano. Se sentaron y la comida siguió en silencio. De vez en cuando, Gloria lanzaba miradas iracundas a Pedro que no pasaron desapercibidas para su hijo Darío».

En este mundo todos tenemos secretos. Casi me atrevería a afirmar que el que no tiene secretos no es de fiar. Eso no es determinante. Un secreto puede ser algo sin importancia, pero que quieres esconder en lo más profundo de ti, como si fuera tu tesoro, tu sonrisa en la noche; o también puede ser algo que no debe ser conocido. Y, como a cada uno de nosotros, también ocurre en algunas familias, familias como por ejemplo la que Ana María Campelo nos trae. Te extraigo, como ejemplo, el siguiente diálogo de uno de sus personajes: «Por eso precisamente callé, porque temía vuestra reacción. ¿Y qué hubiéramos adelantado? ¿Ir alguno a la cárcel? ¿Destrozar la familia? ¿Estar en boca de todos?». Líneas después, continúa con «Deja de hacerte reproches, tú no tienes la culpa y solo eras un niño. Cuando volví a casa y vuestro padre vio cómo venía, le dije que me había caído por un barranco. Me llevó al ambulatorio y tuvieron que darme algunos puntos».

Y, como en la propia vida, además de secretos, otras verdades y familia, en esta novela también podemos encontrar amor. Amor del real, amor del esperado, amor del nunca alcanzado, amor del no olvidado y, por supuesto, aquello que llamamos amor pero solo es confusión. La protagonista, Blanca, es el eje central de muchos de ellos. Así nos lo muestra la autora en el siguiente texto: «En la vuelta a casa, Blanca se debatía entre sentimientos encontrados. […] Tenía que reconocer que había deseado ese beso tanto como él.

“Todos necesitamos a alguien que nos quiera”, pensó, y miró hacia el hombre, que conducía una sonrisa enorme en sus labios carnosos». Por cierto, no puedo estar más de acuerdo con ella, todos necesitamos a alguien que nos quiera. Ojo, que erróneamente a veces confundimos con una pareja… Amor completado con escenas mucho más íntimas, y que en muchas ocasiones no serían entendidas unas sin las otras. Escenas como la siguiente, que podemos encontrar un poco más adelante: «Él también lo intuye, y, con calma y silencio, me conduce hasta el dormitorio. Sus ojos aceitunados brillan y no aparta su mirada de la mía. Lo siento tan cerca que mi pasión sube unos grados más en la escala del deseo. Nos acariciamos la cara, los cuellos, las manos… Nos besamos con ansia, él mete sus manos por debajo de mi jersey y me pego más a su cuerpo».

En el libro iremos acompañando a Blanca en su lucha por descubrir un pasado que afirme su presente y despeje su futuro. Sentiremos miedo con ella, sentiremos dudas a su lado, igual que sentiremos desprecio y amor incondicional a través de sus palabras. Blanca es, sin duda, cada uno de nosotros. Papá, la autora ha sabido mostrarnos estos instantes en distintas situaciones, con una descripción efectiva del momento. Como ejemplo, aquí tienes una muestra: «Dijo poniéndose en pie, mientras arrojaba al suelo el envoltorio de una magdalena. Después de darle un bocado, miró a Blanca de forma desafiante, metió la mano en el bolsillo derecho del pantalón y tiró un billete arrugado de cinco euros sobre la mesa; luego, salió con paso firme de la cafetería dejando la silla sin colocar».

Me voy despidiendo ya, papá. Aunque antes quiero resaltar un hecho, descrito por Ana María Campelo en las páginas finales de la novela y que tantas y tantas veces he leído en muchos de los libros publicados recientemente. Sé que lo sabes, sé que donde ahora estás todo es conocido y nada es ajeno. Pero no es por ello menos importante resaltar el gran impacto que en cada uno de nosotros supuso la pandemia. Sí, aquella situación que nos recordó que en realidad no éramos el centro de nada ni el trono de todo, sino un ser vivo totalmente imprescindible, por mucha tecnología que tuviéramos en nuestros teléfonos móviles. Podemos leer, en concreto en la página doscientos treinta y uno: «El primer día del año recién estrenado, comentamos una noticia de la que se hacen eco todos los medios de comunicación: en una ciudad china llamada Wuham han detectado una nueva enfermedad llamada Covid-19 que puede ser muy contagiosa. A mí no me suena de nada dicha ciudad».

Espero, papá, que algún día puedas leer Cuando el mal acecha. Espero que en algún momento podamos comentarlo, cara a cara, sonriendo, como siempre, con esa mano por encima del hombro, caminando juntos por aquel pasillo interminable que se convertía en el sendero hacia los recuerdos de tu eternidad. Y es que, lo grito al viento para que lo escuche todo aquel que tiene dolor en el alma y llanto en las fotografías de un pasado mejor, que no es inmortal el que nunca muere, sino el que nunca se olvida.
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