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Crónica del desamor

23/09/2019
 Actualizado a 23/09/2019
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Finalmente se rompió el amor, que, por otra parte, nunca había existido. Un gobierno de España en cuya composición se mezclen varias ideas, incluso del mismo lado del espectro político, no fragua de momento, ni jamás lo ha hecho. ¿Razones? Algunas parecen evidentes: nadie quiere ir de la mano de quien no confía. O nadie quiere ir de la mano de quien puede hacer algo distinto de lo que él pensaba hacer. O nadie quiere sombras en el camino. O nadie quiere compartir el calor del hogar. Ha sido un viaje largo, un viaje a ninguna parte. Y nada asegura que el 10 de noviembre el viaje vaya a encontrar un destino distinto, aunque sea levemente. Pero aún así, el desamor ha persistido hasta el final: un desamor sin fisuras, hay que reconocerlo.

Se ha vertido tanta tinta y se han invertido tantas tertulias para analizar este curioso fenómeno de política refractaria, que parece imposible que aún no se sepa muy bien la causa del desconcierto. Es seguramente una causa borrosa, algo que, en su totalidad, ni los propios protagonistas podrían explicar. Es cosa de la atmósfera, o del perfume de las encuestas. Es cosa de asesores y gurús, de adivinos, o puede que de liderazgos que no están dispuestos a ceder un centímetro en un tablero demasiado ocupado. Alguien dijo: «ir a elecciones es propio de la democracia». Y, «los gastos electorales son el chocolate del loro». Visto y oído en televisión. La primera afirmación es cierta, con toda seguridad. Sobre la segunda, no tengo opinión. Pero una vez más se yerra el tiro del debate: no se trata de hablar de las consecuencias del desamor político, sino de las causas. No se trata de llorar sobre la leche derramada, sino de las razones que nos han llevado hasta aquí.

Más que nada, por si es un síntoma de la nueva política. Por si esos rostros avinagrados, envueltos en ese aire que desprende insatisfacción por todas partes, empezasen a ser de repente moneda común, relejo cotidiano no ya de los políticos, sino de todos nosotros. Por si nos hubiera atrapado la infelicidad. El mal rollo. El gusto por la tensión y el estrés. Hay tanta exhibición de desconfianza y desamor que ya parece una manera de vivir.

Así que la repetición de elecciones no es el mayor de los males. En efecto, es lo propio de las democracias, es un acto festivo, como dijo otro, y no sin razón, una celebración de la libertad (que no siempre hemos tenido). De acuerdo. Pero eso no evita el hartazgo del personal, que también parece justificado. Es un hartazgo acumulativo, una pesadumbre mental, nada físico, desde luego, salvo que votar caiga a desmano. Creo que lo que nos incomoda (ayer ‘El País’ publicaba una encuesta según la cual el 90 por ciento de los españoles está decepcionado o enfadado) es no sólo el estado de parálisis, sino esa sensación de que los representantes políticos no son capaces de salir de sus compartimentos estancos, de abandonar, siquiera un poco, sus enrocadas posiciones, y, aún mucho menos, de ceder un ápice al contrario. Lo que decepciona es que la desconfianza se ha instalado en la sociedad en todos los órdenes, en todos, y también los gestos desabridos e incluso los de cierta suficiencia (ya saben: porque yo lo valgo), de tal forma que no cabe extrañarse, quizás, que eso ocurra con la clase política. Más entre ellos, quizás, que entre la gente corriente, como suele decirse.

Las imágenes de este largo viaje a ninguna parte no dejaban lugar a la duda. No había muchas intenciones de lograr nada, pero sí de marcar territorio. Los liderazgos globales están ahora mismo en una línea parecida, aunque es verdad que las coaliciones son mucho más habituales en Europa. Lo mismo que la gente ya se mira poco y se escucha menos (siempre hay pantallas encendidas), los nuevos liderazgos, emergentes o no, parecen construir su propia tribu que ha decidido no mezclarse con nadie, porque hoy cualquier mezcla es analizada con lupa y mirada bajo sospecha. Ha habido pactos por la derecha y por la izquierda, es cierto, pero dejando muy claro hasta donde llegaba cada uno. Al menos, de cara a la galería. Pero el gobierno de una nación es un asunto de gran calado, y ahí, por lo visto, cualquier precaución es poca. Claro que, como la fragmentación ha venido para quedarse, aunque se augura un crecimiento de los partidos tradicionales, la sensación de que no será posible llegar a acuerdos (salvo que cambie mucho el panorama) es tan persistente como lo ha sido hasta ahora.

Es posible, como algunos dicen, que los nuevos liderazgos no tienen la cintura necesaria, como sí ha sucedido en otras ocasiones, bien evidentes, en este país. También están los que arguyen falta de altura política, no sólo de cintura, y falta de preparación para atacar momentos complejos, que siempre llegan, por mucho que los asesores y ‘spin doctors’ desempeñen un papel al parecer muy relevante. Aunque ya ven cómo el Reino Unido perdió el norte, e incluso el sur, precisamente por la intervención de asesores que hicieron y deshicieron a su antojo, hasta el punto de saltar a la fama, o algo parecido. Al menos, viendo el resultado, da la sensación de que el sindiós del Brexit tiene detrás, en la peligrosa trastienda de la política, algunas mentes convencidas de que, por supuesto, la verdad les acompaña a todas partes, y también políticos notablemente incapaces. O directamente irresponsables.

La verdad, resulta difícil imaginar un día a día más gris y más anodino. Creo que es una epidemia global, no algo que nos esté pasando específicamente a nosotros. Y la política tal vez sólo sea uno de los síntomas. Hay otros, incluso mucho peores. La cara avinagrada (o como mucho de póquer) se ha instalado en las relaciones de la alta política, un despliegue de egos que nadie puede comprender (un barón socialista hablaba esta semana de machos alfa), y una tendencia irrefrenable a buscar culpables y a pasar facturas. Un terreno muy poco propicio para cualquier avance. Pero, en realidad, creo que ese ambiente desabrido y enfadadizo, con razón o sin ella, se está imponiendo en todas partes. Ya hemos hablado de esto en otras ocasiones. Hoy la tensión, el rictus de infelicidad, se hace presente a las primeras de cambio. En la televisión a veces parece incluso un aval para obtener buenas audiencias. Globalmente, ya saben que hay líderes principales que tienen como libro de estilo el mal gesto y la bravuconada. Como ciudadanos, no deberíamos interesarnos en nada de esto. No deberíamos comprar este ambiente asfixiante, este mundo hirsuto, receloso, infantiloide. Como sucede con la emergencia climática, la felicidad nunca debe dejarse para mañana.
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