07/02/2021
 Actualizado a 07/02/2021
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He sido uno de esos leoneses que, haciendo gala de su espíritu cívico, se ha acercado a hacerse la prueba de antígenos al Palacio de Congresos y me he quedado gratamente impresionado. No las llevaba todas conmigo, pues siendo adolescente soporté una infiltración en vivo a manos de un otorrino que, con la excusa de una masa purulenta alojada en mis narices, me metió una aguja que me perforó los senos paranasales (con razón mi madre me ha considerado siempre un pupas). El caso es que la enfermera que me introdujo el bastoncillo lo hizo con pericia envidiable y fue cosa de coser y cantar. «Si no le llamamos en medio hora, no habrá nada», me dijo con voz serena y me fui tan pancho. No nos llamaron y decidimos celebrarlo quedándonos… como siempre, en casa. Pero como digo, salí con una sensación de deber cumplido y expectativas satisfechas. La organización era perfecta, la actitud de los cientos de personas que guardaban la cola, impecable y lo que percibías a tu alrededor transmitía una idea de eficacia, diligencia y progreso. Si tenemos la capacidad de hacer las cosas así por qué no abundará este ejemplo, te preguntabas, e inevitablemente te embargaba un conato de melancolía. Quizá de lo que se trate, precisamente, es de hacer más cribados. Cribados materiales y espirituales, para entendernos, iniciativas capaces de remover nuestra conciencia y separar el grano de la paja. Filtrar todas las mentiras, barbaridades y majaderías que nos empapan la cabeza perpetuamente: corrupciones que afectan al tuétano de nuestros partidos e instituciones, liderazgos de una mediocridad pavorosa, populismos que socavarán el último hálito de esta democracia que tanto nos ha costado construir. Pero para qué vamos a engañarnos, nada de eso se puede cribar, lo previsible es que la mierda se vaya sedimentando progresivamente como una cucharada de azúcar maligno. No es que vivamos malos tiempos para la lírica, es que ni siquiera se insinúan los del candor. Pero pienso en todas esas personas que acudieron al Palacio y en los sanitarios que nos atendieron, y proclamo que merecen otra cosa. En la cola había niños, ancianos, familias jóvenes y numerosas. Porque, por un momento, bajo un cielo ancho y plomizo, y esa perspectiva formidable que ofrece León desde su nudo ferroviario, me sentí miembro de una comunidad valiente y hermosa.
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