18/08/2021
 Actualizado a 18/08/2021
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Escribió Chesterton en ‘Defensa del absurdo’ que «hay dos maneras idénticas y eternas de entender este mundo crepuscular nuestro: podemos verlo como el crepúsculo del ocaso o como el crepúsculo del alba». Creo que no son formas excluyentes, sino modos de verlo entre los que oscilará nuestra existencia hasta la final detención del péndulo.

Así, estos días, la realidad del mundo me inclina a verla como causa del declive de las esperanzas, de occidente, y pensando este como refugio, que ya no baluarte, de la razón y, aún menos, de sus añorados frutos universales de libertad, igualdad y fraternidad.

Acaso hoy, por lo anterior, escriba alguna inconveniencia más de lo habitual.

Pero podría contemplar impávido cómo, además de la indómita crueldad que tantas veces muestra la naturaleza (digamos que hablo de Haití), sigue siendo el hombre quien más depurada técnica ha alcanzado para ser el más cruel e insensible lobo para el hombre; cómo los Estados –esas idealizadas personificaciones de los pueblos– son capaces de romper alianzas y principios, de obviar derechos humanos y justificar su traición o fracaso bien con discursos ora económicos, ora táctico triunfalistas (digamos que hablo de EE UU y Afganistán, de sus mujeres, su infancia y sus hombres), bien con silencios (digamos la vergonzante mudez de la UE ante lo mismo) o limitados tuits (léase nuestro gobierno ante la situación internacional o ante sus ilegales devoluciones de menores a Marruecos).

No, no me anima esta realidad a entender el mundo como el crepúsculo del alba, qué más quisiera, pero cómo ver un amanecer, cómo esperanzarse ante tales humanos actos que sí dañan a terceros.

Eso sí, sin embargo, han sobrado dedos y uñas para el rasgar de vestiduras ante el soberano y valiente acto de una joven mujer que, ante el presente que vivía y el futuro que por pronosticado preveía, optó libremente, en sana voluntad, por su muerte voluntaria, consciente y digna.

Ah soberanía personal, cuánto aún a tantos asustas y cómo, sin embargo, acoges el acto de voluntad que valoro y atesoro como privilegio específicamente humano, como íntimo y digno crepúsculo del alba aun sea del adiós.

Sí, todos crepúsculos y todos humanos. Mas lo peor es constatar cómo si, cual enseñaba Sartre, somos nuestros actos, si la especie es lo que resulta de sus acciones, lo que resulta del modo de realizar la propia existencia, esto dificulta tener por inhumanos ciertos actos que sí afectan gravemente a terceros.

¡Salud!, y buena semana hagamos y tengamos.
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