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Corrales de muertos

01/11/2015
 Actualizado a 11/09/2019
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Por los Santos («la nieve en los altos» dice el refrán popular) la gente invade los cementerios, esos recintos amurallados que permanecen vacíos el resto del año, de espaldas a las poblaciones, que tratan de ocultarlos o de alejarlos de sus cotidianeidad salvo en determinadas culturas. Y, sin embargo, aparte de libros abiertos (mirando un cementerio uno puede saber muchas cosas de la comunidad a la que pertenece: sus árboles familiares, su grado de consanguinidad, sus estructuras de poder, el impacto en ese lugar de determinados acontecimientos históricos…), los cementerios son espacios de gran belleza en ocasiones y siempre llenos de romanticismo, lo que hace que muchas personas los visitemos habitualmente y que tengamos incluso cierta debilidad por ellos, no sólo por esos que son ya hitos turísticos en sí mismos, como el espectacular y grandioso de Novodévichi, en Moscú, donde reposan, adornadas su tumbas por los elementos que los identifican (violines de mármol, carros de combate, aviones de guerra a pequeña escala y hasta cohetes aeroespaciales), los grandes hombres de la Unión Soviética, o el de los judíos de Praga, impresionante por la superposición de lápidas y por la irregularidad en la inclinación de éstas, hasta el llamado cementerio alegre de Sapantza, en Rumanía, conocido así por su tradición de adornar los enterramientos con cruces con dibujos alusivos a la vida de los muertos, lo que ha convertido el lugar en un gigantesco comic. Personalmente, no obstante, uno prefiere esos pequeños cementerios que pueblan los horizontes de las aldeas y de los pueblos más diminutos, corrales de muertos como los llamó Unamuno por su similitud con los que se construyen para guardar el ganado de las acechanzas turbias. En la provincia leonesa, a pesar del destrozo impune que desde hace años para acá se está cometiendo en ellos con la excusa de ampliarlos o de adaptarlos a la modernidad (los nichos, que tanto parecen gustar a la gente ahora), quedan bastantes aún de ese tipo, aunque la joya para mi es el de Escaro, lo único que quedó del desaparecido pueblo riañés al estar en la cota justa del embalse que lo tragó y que, cuando éste está lleno por completo, se convierte en un barco de muertos, puesto que el agua llega justo hasta sus paredes.
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