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Contra la simplificación

21/10/2019
 Actualizado a 21/10/2019
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Hace tiempo que se ha impuesto una atmósfera inconfortable en nuestras vidas. Se diría que la tranquilidad y el silencio no gustan a las ingenierías mediáticas que nos dominan y controlan: al contrario, prefieren la incomodidad, la tensión continua, el enfado permanente. Hace tiempo, en efecto, que cualquier cosa crea división y polémica, y siempre hay alguien, en las redes sociales, en los platós, en las calles, dispuesto a que esa división sea aún mayor, a que no baje la hinchazón de ira y de odio que se extiende ya por todas partes. No queda otra que pensar que hay quien saca beneficio de la polarización y las oleadas de ira, del ambiente hirsuto y desagradable. Y a la vista está que algunas estrategias políticas globales se aprovechan de este vértigo, o contribuyen poderosamente a alimentarlo por todos los medios posibles.

Hay numerosos estudios que explican lo fácil que es manipular el pensamiento desde la simplificación. Lo emocional funciona como una bola de nieve en una ladera: en cuanto se construye con astucia un motivo, que por supuesto nunca debe ser cuestionado, como si fuera una verdad absoluta, sólo es necesario buscar adeptos que no profundicen jamás, sino que se vean anegados por la pasión ciega, por el derroche de triunfalismo, por el poder de los símbolos. La manipulación exige un algo grado de épica y una evidente mitificación, pero lo curioso es que, cada vez más, se consigue con un lenguaje pobre, agresivo, un lenguaje construido con torpes fragmentos de pensamiento, eslóganes de mala calidad, sentencias extraídas de tuits y numerosas aproximaciones pueriles a la realidad. A pesar de la trivialidad de los mensajes, y de su inconsistencia, cada vez hay más personas dispuestas a comprar todo aquello que signifique polémica, polarización y disgusto.
No quiero decir que no existan motivos para la insatisfacción. A buen seguro, siempre los ha habido y los seguirá habiendo. Pero este ambiente de discordia, que tan bien se refleja en el lenguaje de las redes sociales, no suele beneficiar a los que merecerían un desagravio o una ayuda. Las nuevas estrategias que buscan el desprecio de las elites intelectuales, construidas a través de complejos aparatos de propaganda, suelen terminar favoreciendo a grupos concretos, suelen alimentar tendencias políticas determinadas, y, a la larga, construyen elites igualmente. No es otra cosa que la lucha por el poder que caracteriza a los seres humanos desde el principio de los tiempos. Claro que el desarrollo tecnológico y el impacto mediático ha generado poderosísimos entornos de control y domesticación emocional, modificando los parámetros de la realidad, o reinventándola, creando nuevos mitos, utilizando el lenguaje intimidatorio y autoritario, sin que para ello haya que modificar el régimen político, tan sólo el grado de agresividad lingüística. De ahí, claro, la necesidad de impartir doctrina simplificadora, que todo el mundo entienda, sin cuestionarla, la edificación de verdades absolutas que hemos de creer.

No pienso, cuando esto escribo, en lo que está ocurriendo estos días en Cataluña. O no solamente. Quizás es parte de esa progresiva introducción de lo emocional en la vida política, pero en realidad sucede en muchos lugares. Es un signo de este tiempo (y lo ha sido en otros). Hace ya muchos años, creo que al menos desde principios de este siglo, que nos hemos instalado en este ambiente hostil generalizado, en el que ya ha desaparecido cualquier elemento de comprensión, o incluso de compasión, hacia los otros. La tensión se ha convertido en moneda corriente, esperando encontrar el error de los demás, a los que consideramos sistemáticamente culpables de nuestros infortunios. Una cierta arrogancia, también en los liderazgos políticos, ha acompañado este proceso. Cada vez es más difícil, y nuestros últimos fracasos pactistas así lo demuestran, aceptar una sola razón de los demás, por nimia que resulte. La política se parece cada vez más a un corral con gallos muy significados, incapaces de llegar a un acuerdo, no vaya a ser que ese acuerdo pueda restar importancia a unos y favorecer la estrategia de otros. Ante la posible cesión, o ante la posibilidad de compartir un éxito, se diría que parece mejor el desacuerdo.

El partidismo se ha impuesto poco a poco sobre la política con altura de miras, sobre la política como búsqueda del bien común. Los ciudadanos se sienten a menudo intimidados, conminados a compartir e incluso celebrar el ambiente hosco, y no extraña que cada vez abunde más ese lenguaje destructivo, hiriente, que sólo sabe buscar culpables en lugar de hallar soluciones. La misión de un político no es, en ningún caso, gobernar desde la incomodidad y la alarma, desde el vértigo permanente, modulando grados de miedo, insatisfacción y enconamiento, incluso como estrategia, sino buscar la homogenización social, el respeto a la diversidad, el acuerdo y la comprensión entre los que son diferentes. Nadie dijo que fuera fácil, pero es obvio que, desde esa atmósfera permanentemente incendiaria, en la que los otros se interpretan siempre como el infierno, es casi imposible crear una sociedad que avance, que crezca en comprensión y en pluralidad.

Aunque tenemos muchos motivos para el desánimo, con lo que está pasando, estos días pensé más bien en asuntos que parecen externos, pero que nos influyen igualmente. Ahí tienen el ‘brexit’ como gran ejemplo de lenguaje intimidatorio, como construcción forzada de la realidad. Boris Johnson, personaje de Shakespeare (aunque no en el sentido humano de Peter Brook), está a punto de consumar esa gran tragedia política por la que lucha denodadamente, como si le fuera la vida en ello. Pero Johnson, aunque maneje ese lenguaje populista y simple, estudiadamente maniqueo, pertenece a una elite oxoniense. Es una elite la que pone en marcha una agenda que pretender ir en contra de las elites de Bruselas. Este es el tipo de argumentos contradictorios con los que se manipula hoy a la sociedad.

Prefiero quedarme con los bellos discursos de Sandra Myrna Díaz y Siri Hustvedt en los premios Princesa de Asturias. La bióloga habló del gran viaje de los átomos desde hace millones de años, que nos hacen a todos iguales, que nos integran en el tapiz de la vida que debemos defender, ese tapiz «que nos entreteje y nos atraviesa». Todos estamos hechos de todos, todos somos iguales, nadie es más que nadie. Las fronteras son una creación humana, pero la naturaleza no entiende de eso. Y me reconocí en Hustvedt, cuando defendió la curiosidad y la complejidad frente a los lemas simples, frente a la simplificación interesada, tramposa y mentirosa.
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