10/01/2022
 Actualizado a 10/01/2022
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En el mismo ejemplar de un periódico se puede leer sobre la terrible polémica de la producción de carne y leche de una u otra manera y sobre los NFT en el arte, que simplificándolo mucho vienen a ser obras digitales únicas que se pueden adquirir como si fueran cualquier composición física. Ríos de tinta y píxeles sobre la neolítica necesidad de proteína del ser humano unas pocas páginas o un breve ‘scroll’ antes de crípticos titulares sobre la vanguardia de la sofisticación cultural, que en la penúltima voltereta existencial refuerza el sentimiento del privilegio de la exclusividad de la obra artística a pesar de que su propia existencia esté fundada en una red donde prima el acceso sobre la propiedad y tiene un carácter netamente colaborativo.

Parece difícil encontrar el nexo con las granjas de vacas, cerdos, pollos, ovejas, avestruces, caracoles, langosta o cualquier otro bicho que pongamos en la dieta. Incluso con cualquier cultivo. En el fondo, la cuestión se refiere a la cooperación que pensadores como el popular Yuval Nova Harari sitúan en el vértice de las cualidades que han llevado a «mono desnudo» que describió Desmond Morris a donde ha llegado —aquí también se puede establecer debate—. La clave está en el grado de cooperación que estemos dispuestos a asumir.

La artista Anna Carreras, que está experimentando un gran éxito gracias a los NFT, explica en El País que «La Gioconda puedes tener posavasos, camisetas y pósters. Pero quien tiene La Gioconda es el Louvre y es de ellos». La Política Agraria Común (PAC) destina el 33% del presupuesto europeo 55.710 millones de euros a proteger la producción de alimentos dentro de las fronteras de los eurosocios.

En una sociedad, la cultura, sublimida en el arte, es el máximo grado de convención, aunque luego se privatice. El modelo de producción de alimentos es la máxima necesidad de cualquier sociedad, que también debe elegir hasta dónde colabora y hasta dónde privatiza.
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