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Conspiración de silencio

08/05/2019
 Actualizado a 16/09/2019
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Subo al tren. Apenas tres horas me separan del paraíso. El paraíso, para mí, es el silencio. El silencio no es el vacío de sonidos. El silencio, para mí, es la ausencia de ruido. El ruido es el implacable enemigo de todo lo verdaderamente hermoso de la vida. El ruido es la expresión suprema del poder totalitario, todo lo ensucia, como un tintero derramado, sin que nosotros, súbditos ingenuos bajo el yugo de su tiranía, ni siquiera lo percibamos. El poder más eficaz, el poder seguro de sí mismo, no necesita de orepeles ni de manifestaciones, sabe que el secreto de la dominación es ser invisible para los dominados. Ver sin ser visto. Atributo de Dios. Arquetipo de lo todopoderoso.

Hemos dejado de sentir (sentire es oír en italiano) la feroz cadena del ruido de fondo. El ruido de fondo es el arma más devastadora contra lo propiamente humano. Es la palabra la que nos hace humanos. Si las palabras son ánforas, vasijas, moldeadas para hacer la realidad asimilable, comprensible, el ruido de fondo las deshace, hace de ellas barro informe, absurdo.

El ruido aniquila la conversación y el razonamiento, vuelve incomprensible el discurso, la súplica, el agradecimiento, incluso los afectos. Como un texto escrito sin espacios en blanco. Su táctica es obligarnos a hablarnos cada vez más alto, cada vez más rápido, como metralletas disparando. Su objetivo es conseguir que dejemos de escuchar, convertirnos en sordos de los demás y también de nosotros mismos. Todo lo cubre bajo una fina película de aceite viscosa, resbaladiza, en la que sólo consiguen mantenerse en pie insultos y reproches.

Apenas tres horas después, por fin, llego a mi paraíso clandestino de silencio. Un pequeño reducto, remanso, que he logrado mantener fuera del alcance del siniestro ruido. Aunque llego con los oídos y el ánimo todavía taponados, como al aterrizar de un vuelo, con cada paso se va diluyendo la presión y empiezo a escuchar (sentire en italiano) el trino de los pajarillos que revolotean entre los frutales divertidos y ajenos, el zumbar de abejorros rondando las flores del romero, el canto de infancia de los grillos amparados bajo el rojo vaporoso y efímero de las amapolas, las palabras fraternales de Héctor, que no ha necesitado de cita para presentarse y el verso que se me posa en la lengua como una mariposa: «Escucho tu silencio. Oigo constelaciones».

Y la semana que viene, hablaremos de León.
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