19/07/2018
 Actualizado a 18/09/2019
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El mundo está inmerso en una revolución conservadora. La cosa empezó, claro, en los Estados Unidos con la llegada al poder en los ochenta de Ronald Reagan y no ha parado desde entonces. A Europa llegó, poco tiempo después, al Reino Unido con Margaret Thatcher y a Roma con el Papa polaco, Juan Pablo II. A día de hoy la cosa sigue su curso, agravándose si cabe. Todo el continente está gobernado por políticos conservadores, haciéndose hiriente, hasta límites insospechados, en el este. A los gobiernos de Hungría, de Austria, de Polonia, de Ucrania, poco les falta para ser considerados estrictamente fascistas. No hablamos de Italia, donde se ha alcanzado el paroxismo con la llegada al gobierno de una suerte de coalición racista. Incluso en Francia, aunque esté liderada por un populista de centro-izquierda, los hechos son tozudos y sus políticas se acercan más a los postulados conservadores que a los progresistas. Toda Europa está conquistada. ¿Toda?, no; queda, en el extremo sur-occidental, un país que resiste, ahora y siempre, al invasor. Ese país es, naturalmente, el nuestro.

Aquí los progresistas han alcanzado el poder, no por la fuerza de las urnas, sino por una unión que recuerda mucho a la que hubo en el 1936: el frente popular. Gracias a los votos de todos los partidos del Parlamento, menos los de centro-derecha, ganaron una moción de censura que sólo tenía un propósito: quitar del medio al corrupto Rajoy. Da lo mismo que el actual presidente del gobierno sea el líder de un partido con 85 diputados, que se apoye en los comunistas de Podemos, (verdadero anacronismo en los anales de la historia moderna), en los independentistas catalanes, en los muy de derechas nacionalistas vascos y en otros grupos, como el Compromis valenciano que son divertidos a más no poder en las preguntas que hacían al anterior gobierno pero que tienen como única pretensión alcanzar el sueño expansionista, que comparten con sus vecinos del norte, para que el Imperio catalán vuelva a reverdecer en el tiempo y en el espacio. Todo, está claro, perfectamente democrático, pero, no me lo negaréis, huele a naftalina, a antiguo, a pasado de moda, toda vez que los anteriores presidentes del gobierno que pertenecieron al PSOE basaron sus políticas, (económicas sobre todo, que son las que de verdad importan), en seguir fielmente la ortodoxia dictada por el FMI o el Banco Central Europeo, guardianes de todas las esencias capitalistas que asolan al mundo. Y lo jodido es que a este actual, no le quedará más remedio que seguir «la oscura senda por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido».

Sánchez se encuentra así ante una dicotomía que, supongo, le tiene que impedir dormir por las noches y encontrar el sosiego tan necesario a la hora de dictar la suerte de un país. Por un lado, tiene que contentar a sus aliados de izquierdas, a los comunistas de Podemos, con una serie de normas y decretos perfectamente estériles pero que les logran dejar contentos. Son, la mayoría, leyes y decretos estéticos, con poco o ningún recorrido en lo práctico, pero que movilizan a la gente que se ha dejado convencer de que con ellos se logrará de una vez la igualdad entre los hombres(as). Darles el control de la televisión pública ha sido el colofón. Sánchez tiene clarísimo que, a poco que acierte en el gobierno, (nada imposible viendo el nivel que dejó Rajoy), Podemos se deshará como un azucarillo en el café y perderá mucha de su fuerza y de sus diputados, dejando solamente al PSOE como partido hegemónico en las izquierdas. Por el otro, por el de contentar a los nacionalistas-independentistas, absolutamente necesarios para mantener su gobierno, no le va a quedar otro remedio que plegarse a todas y cada una de sus demandas, menos, por supuesto, la de reconocer su independencia. Esto costará al resto de los españoles un montón de millones de euros que, a poco que se esfuerce en explicarlo, no tendría ningún alcance, excepto, claro, el de cagarse en la ministra de hacienda cuando se tengan que pagar los impuestos. Pero los españoles nos cabreamos mucho en el momento y luego se nos pasa. Tenemos, en la historia, miles de ejemplos que autentifican esta afirmación y que demuestran que, después del calentón, no nunca pasa nada.

Lo estúpido es que no queremos ver que aquí también han ganado las políticas conservadoras. Quita lo de la defensa de los homosexuales, lo de impedir a cualquier precio que cuatro hijos de puta maten a su compañera de fatigas y de vida y todo es un solar donde los conservadores de siempre, (empresarios, militares, banqueros, cuerpos de seguridad del Estado), siguen siendo los amos del cotarro, gobierne quién gobierne, mande quién mande. Para lograr esa igualdad que tanto se pregona tendría que llegar, por fin, la salud y la anarquía.
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