23/04/2017
 Actualizado a 19/09/2019
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No sabría decir si he leído el Quijote entero. Y lo que puede parecer peor: no me importa en absoluto decirlo. Sé que siendo estudiante de bachillerato era una lectura obligatoria de alguno de los cursos y, aunque no lo recuerdo muy bien, probablemente me saliera algún sarpullido solamente de pensar en la tarea. En honor a la verdad, diré que leí lo que me pareció que debía ser leído y que, afortunadamente, coincidió con lo que al profesor de literatura le pareció que debía ser preguntado. Probablemente tuvo mucho que ver en la elección de los capítulos mi padre, a quien recuerdo volviendo al Quijote una y otra vez en la edición anotada de Martín de Riquer a la que tenía tanto cariño. Pero pese a que tal vez no haya completado nunca la lectura del Quijote de corrido, siempre ha estado en la torre de libros que se mantienen en un equilibrio inestable sobre mi mesilla de noche. Todos, salvo el Quijote (y las obras de Homero), desaparecen tarde o temprano. Y siempre hay un momento en que Cervantes resulta una necesidad. A sabiendas de que la envidia nunca es buena, yo creo que de todos los escritores galardonados en los últimos años con el Premio Cervantes, ha sido el de Mendoza el papel que a mí me hubiera gustado conseguir. Y eso que, en la lista, hay escritores que han significado mucho en mi formación literaria. Pero creo que será difícil olvidar la hermosura, la profundidad y la gracia de las palabras de Mendoza en la recepción del premio abordando una síntesis de su vida en paralelo con el Quijote porque en ellas he visto reflejada mi propia experiencia lectora con esa obra. Oírle decir que en su lectura del Quijote se ha ido topando con el lenguaje, el personaje, el humor y la reflexión sobre la locura y la cordura me hace sonreírme porque, habiendo encontrado yo lo mismo, nunca hubiera sido capaz de expresarlo con tanta simplicidad. Escucharle referirse a los héroes que se equivocan, a los libros horrorosamente aburridos que sin embargo hay que leer porque son buenos, a la necesidad de distinguir entre la lectura de cualquier cosa y la literatura me hace claudicar definitivamente a la envidia. ¡Qué envidiable este Mendoza!
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