Con la fuerza del infinito

11/12/2018
 Actualizado a 10/09/2019
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Sobre las nubes, en el mirador del Jou de los Cabrones, recuerdo el espejo de una sonrisa única sobre un tamiz de montañas. El sol se perdía y no atendía a súplicas de mortales, mientras buscaba Torrecerredo en un espacio que enmudecía bajo un manto blanco. Conservo la fotografía sin papel, a la vuelta de un cerrar de ojos, porque jamás he querido escapar de esa estampa de picos amortiguados en el algodón del cielo. Y el mundo allí cobraba la fuerza del infinito. Del otro lado, Cabaña Verónica, siempre dulce en su nombre, extraño hogar en su concepción, casi de otro planeta, pero permisiva en el camino a Horcados Rojos y Tesorero, que de nuevo confluyen en el Urriellu. Santa Ana, Peña Vieja…todo picos. ‘Ciento y picos’ dicen ahora que vienen siendo en una publicación que palpita ya en los hornos de este medio…yo estoy segura de que las matemáticas aquí no cuentan cuando recuperas al Cainejo en una retina de recuerdo inventado casi, buscando subidas en lo imposible a las que el pastor restó ese adjetivo. Las historias de los Picos de Europa son las de cada uno, porque las montañas están ahí, para cubrir el empuje terrenal de conquistarlas metro a metro. Están y se quedan tras los pasos, y cambian, aunque digan que la piedra es inerte. Cada subida es distinta. El aire frío que se cuela al calor de los pulmones mientras escucha los arañazos de los crampones sobre el hielo, cada vez menos intensos, perdiendo la batalla, y el esfuerzo rebosando en el pecho, nunca es el mismo. Te cambia, a ti y a la montaña que se hace centenaria con esa cara de niña en cada puesta de sol. Los mofletes sonrojados y las celebraciones al alba para que sople unas velas que le han hecho ser anfitriona, a veces sin quererlo, otra con los brazos abiertos. Al verla así, en una desnudez endiosa, se disipan las dudas y, a vista de rebeco sabes que es ahí…que no existe otro lugar.
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