19/08/2020
 Actualizado a 19/08/2020
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La Luna llegó a casa cuando las dos éramos del mismo tamaño. Era blanca y marrón, un setter inglés que veía crecer las hierbas y que se convirtió en mi sombra. Se fue por la Ley de Vida, esa que infringen los que se van antes de tiempo dejando como sanción póstuma un vacío inexplicable. Selva no fue capaz de llenarlo, pero siguió sus pasos. Era un pointer rabón y color chocolate. Igual de fiel y de cariñosa, capaz de ahorrarnos el trámite de verla morir pues salió a expirar al campo en una última demostración de su querencia a las mañanas de caza con mi padre. Su lugar tampoco podía ser ocupado por ningún otro. Fue entonces cuando en casa quedamos mermados de efectivos y con la frase machacona de «en esta casa no entra ni un perro más» en la punta de la lengua. «Se les coge cariño y después lo pasa uno mal», repetía mi madre incesantemente, recordándonos al tiempo que «como entre un perro en casa, salís vosotros y el perro». No cumplió con la amenaza cuando llegó Pol, aunque de primeras se resistía. «Quita para allá que no me gustan los perros», le decía cuando tan solo era un cachorro y se dedicaba a agujerear cada trapo que caía en sus garras. No tardé en pillarla acariciando a hurtadillas al buenazo de perro que acababa de llegar desde Asturias en el coche de mi tío Luis. Era el primer macho que teníamos. Un setter gordon de pelo fino y largo, negro y marrón fuego, capaz de arrancar un «es precioso» a cada uno que lo veía. Él no fue mi sombra, fue la de toda la casa. Bonachón, poco amigo de las grescas con otros animales, alegre como él solo, inteligente hasta el punto de que solo le faltaba hablar. Se creía galgo cuando salía al campo, pez cuando las regaderas traían agua y humano con capacidad de abrazar cuando rodeaba a uno con sus patas delanteras y apoyaba su cabeza contra el pecho de quien se dejase querer por él. El último abrazo nos lo dio la otra semana. Lo suyo no fue Ley de Vida. Se fue antes de tiempo dejando huérfana de alegría la huerta, el corral y la casa; pero también habiéndonos demostrado el valor de la amistad, la de esos amigos que cuando vienen mal dadas saben sentarse a tu lado y en silencio. Sin pedir nada a cambio y, como escribió Neruda, «alegre, alegre, alegre, como los perros saben ser felices, sin nada más, con el absolutismo de la naturaleza descarada».
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