05/10/2022
 Actualizado a 05/10/2022
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Raquel tenía 32 años y era de Palencia, un lugar de esos donde todo el mundo se conoce. Vivía con sus dos hijos y su pareja, que la asesinó estrangulándola. Déborah tenía 39 años y su cadáver fue encontrado enterrado en una nave de hormigón en Málaga, después de que su novio confesase que la había matado hacía unos meses. El cadáver de Anna, de 22 años, apareció en Girona con más de sesenta heridas, dientes rotos, marcas de presión y signos de agresión sexual. Su novio está en prisión preventiva por asesinato.

Todos estos hechos se conocieron el pasado lunes. Tres mujeres asesinadas a manos de sus parejas. Tres mujeres asesinadas a manos de las personas que las «acompañan», las «cuidan», y las «quieren» como nadie ya las amará. Sin embargo, son hombres que las matan porque creen que con ellos o con nadie. Las matan porque piensan que son de su pertenencia. Las matan porque necesitan estar por encima. Las matan porque ya no pueden más con tanto ¿amor? No, con tanta posesión, tanto odio, tanto. Las matan y luego se matan, cuando aquí, definitivamente, el orden de los factores sí que altera el producto.

Muertas. Asesinadas.

Y sí. Se tiene que llamar feminicidio, se tiene que llamar terrorismo machista, se tiene que llamar violencia de género. Porque tiene todos esos nombres. Estos son tres cadáveres de mujeres que se suman la lista más negra de este país que cuenta ya 31 víctimas en este 2022. ¿Seguro que esto es solo violencia en general?

Es violencia estructural y sistemática hacia las mujeres por el hecho de serlo. Una lacra que no se frena y que, además, sufre los desplantes de quienes pretenden negar, tergiversar y convertir en invisible la auténtica realidad. Que, por cierto, esto también se llama violencia.

Ni una más.
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