02/12/2018
 Actualizado a 09/09/2019
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Sucedió el pasado mes de noviembre. Mientras en las carreteras francesas el movimiento de los chalecos amarillos expresaba su rechazo ante la subida de impuestos en los carburantes, centenares de personas vestidas con camisetas de color naranja o amarillo, según procedieran de Avilés o de La Coruña, se manifestaban por las calles de esta última ciudad contra el cierre de las factorías Alcoa. Lo mismo había ocurrido antes mucho más cerca de nosotros con las camisetas negras de la minería o con las moradas de Everest. Y en Cataluña con sus lazos amarillos o en la enseñanza con sus camisetas verdes. O con la marea blanca de la sanidad. Y con los partidos, cada cual con su tono propio: el rojo, el azul, el naranja, el morado… Y con los bancos con sus colores corporativos. Y con el fútbol: los blancos, los azulgrana, los rojiblancos… Y con sus selecciones, donde unos son de la roja, otros son los azules y los terceros, la naranja mecánica. Rodeados estamos de colores que no son tal, sino que pretenden ser mensajes por sí mismos.

Frente a la vida, que tiene más de blanco y negro que de policromía, resulta que nos envuelve una gama de colores que va resultando insuficiente ya para tanto contenido. Tiempo atrás, los únicos colores significativos eran los de las banderas, que hoy se nos aparecen desteñidos a fuerza de tanto manoseo sobre ellas. También los poetas gustaban de incorporar el color a sus lenguajes con ese afán sinestésico que caracterizaba a muchos de ellos. Hoy, como ocurre con casi todo, el color es puro comercio o intención de identidad. Lo primero porque no existe lo que no es consumible. Lo segundo porque andamos necesitados de ser. Incluso de ser con otros, lo cual es una auténtica rareza que es preciso disimular. Por eso el color es sólo puro envoltorio y lo que expresa es en todo caso la ausencia de comunicación verbal entre individuos. Nos pintamos, nos tatuamos, nos vestimos de color para ser algo y mostrarlo sin necesidad de palabras que se desvanecen.
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