18/11/2018
 Actualizado a 17/09/2019
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Porque los entornos bélicos no concluyen nunca y su léxico se acomoda con facilidad en nuestro lenguaje cotidiano, conviene tener muy en cuenta un término relativamente joven: colateral, es decir, el efecto secundario de siempre tamizado por la información militar. Hablamos, pues, de aquello que se deriva o es consecuencia de otra cosa principal que se pretende.

La propaganda, por ejemplo, es dueña y señora de la colateralidad: no sólo difunde un producto determinado, sino que crea la necesidad del mismo en muchos consumidores que desconocían previamente ese artículo, y que por tanto no lo necesitaban, a la vez que genera determinados estados de ansiedad o, mucho peor aún, ciertas formas de percibir la realidad. Valgan como muestra, para el primer caso, todo lo relativo al juego y las apuestas y, para el segundo, la invasión de alarmas y artilugios para asegurar la seguridad. Lo primero ha disparado las adicciones. Lo segundo fortalece el miedo. Ambos, adicción y miedo, son, junto a otros, mecanismos propios de esta edad actual para garantizar ciudadanos pasivos, unos anulados directamente por la enfermedad, otros alienados por el temor o por la imitación.

Pero no se trata de limitar las artes y los poderes de la publicidad, que en muchos sentidos han hecho evolucionar para bien buena parte de nuestras comunicaciones, sino, como siempre, de alertar a emisores y receptores a la hora de emitir o recibir mensajes. Esto es, razonar y ser razonables.

Ocurre así también con los excesos sentimentales vinculados a la raíz territorial, como vemos y sufrimos hasta el hastío en nuestro entorno y en otros más alejados. El denominador es común. La demanda justa de lo local frente a lo global o lo externo no acaba con estos sino que tiende a pudrir aquello. Por lo tanto, colateralmente, bien haríamos todos en medir nuestras reivindicaciones, no para amortiguarlas o desterrarlas como los más recalcitrantes quisieran, sino para ajustarlas al más que complicado discurso de la razón.
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