05/05/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Este artículo no es una noticia patrocinada. Es más, lejos de gustarme servir de valla publicitaria a ninguna compañía, y ya que nunca he tenido la suerte de que una marca me escoja como imagen corporativa, yo, al igual que hacía Rafael Sánchez Ferlosio, le arranco a menudo y oculto como puedo los logos y las etiquetas a mi ropa.

Pero con Lacoste tuve un flechazo hace diez años. Cuando lanzó una campaña cuyo eslogan, ‘Un peu d’air sur terre’, acompañaba a fotos de jóvenes maravillosamente gráciles, con semblantes que parecían reflejar ausencia. En las antípodas estilísticas de los abigarrados anuncios de sus rivales norteamericanas, repletos de jóvenes asquerosamente exultantes por su propio y manifiesto éxito.

Qué tontería, pero me dio por reivindicar Lacoste. Y sigo haciéndolo, porque recientemente, además, me ha entrado cargo de conciencia por el cierre de la tienda de Gran Vía de San Marcos con Lope de Vega. Me temo que le di la puntilla al negocio por pedirles que me cambiaran un cinturón de cuero que se me había estropeado.

La infancia, como tantas veces, ha tenido algo que ver en mi abanderamiento de la compañía del cocodrilo. Tengo el recuerdo, ahora que es temporada de comuniones, del jersey que llevé en mi primera. Azul marino con cuello de pico, de Lacoste, con fajín debajo y pajarita. Sí, mi madre, muy prudente, evitó todo marinerío.

Más temprano y sentimental aun es el recuerdo de un regalo de mis primas las mayores, las que se partían la caja con ‘La vida de Brian’. Viajeras y dicharacheras, me trajeron una camiseta con un dibujo a gran tamaño de un cocodrilo en bipedestación, que a su vez vestía un polo con un paisano a cuatro patas por logo. Si no es posmoderno eso, que venga Derrida y deconstruya la camiseta, pero no será capaz de negarme que el cocodrilo ha trascendido su condición de insignia paradigmática de la ostentación de clase media.

Lo que reconozco que no tiene perdón de dios es el logo, por reflectante, que llevo en una chaqueta de la renombrada marca. El mismo cinto con el que arruiné la franquicia leonesa se volvió a estropear. Me fui a la tienda de la Gran Vía madrileña a que me lo cambiasen otra vez. No lo tenían igual, así que me ofrecieron llevarme otra cosa. Había una chaqueta muy chula por allí, de precio astronómico pero rebajada. Pobres franquiciados, solo tuve que añadir veinte euros.

Al llegar a casa me di cuenta de que las grafías eran reflectantes. Un escándalo, pero como comprenderán, no voy a volver a una tercera tienda a cambiar la chaqueta, que no quiero arruinar ningún negocio más.
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