Clara

Escrito en lenguaje coloquial, con un estilo ágil y desenfadado, el autor nos cuenta esta historia de encuentros y desencuentros amorosos, que se nos antoja tan real como la vida misma, aderezada asimismo con la salsa del humor

Tomás Vega Moralejo
22/07/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Acababa de echarme en el sofá, tras un día difícil, sumado a unos cuantos días que no eran mejores que éste. Y me disponía a disfrutar del único rato que tengo para mí mismo cada jornada: ese rato, lo bastante tarde ya para que a nadie se le ocurra importunarme por teléfono u otro medio, que transcurre, desde que ya están acostadas mi mujer y mi hija, hasta que el sueño puede también conmigo.

Me temía que esa vez iba a ser cuestión de minutos, ya que acumulaba cansancio físico y mental. Así que ver un documental o una película quedaba descartado.
– Los independentistas catalanes… –estaba diciendo la televisión–, cuando ya la había encendido casi por inercia.
– Joder, qué puta tarea con el catalanismo –susurré ofuscado–, descartando también ver el debate del Canal 24 horas. Fue entonces cuando apagué la tele apretando fuerte el botón rojo del mando a distancia.

Tampoco era cuestión de leer, ya que hacerlo con sueño suponía que, cuando se retoma la lectura, uno se da cuenta de que no se ha enterado de nada.

Pero me resistía a la idea de irme a la cama, sin la posibilidad de hacer algo durante unos minutos, porque simplemente me apeteciera en todo el puñetero día.

Así que me quedaba echar una partidina a la videoconsola o poner música y dejar pasar el tiempo simplemente escuchándola.

El pitido de mi móvil, anunciando la recepción de un mensaje, me recordó que también tenía la opción de enredar un rato con el teléfono sin más. "¿Pero quién me mandará un mensaje a estas horas?".

Decidí escuchar el mensaje de audio. Era de Clara.

– Ven a mi casa, y te aseguro que no te arrepentirás –le escuché decir con su voz intencionadamente sexualizada.
– ¡Hostias! –susurré más alto que el anterior murmullo, al tiempo que daba un respingo en mi asiento–. Esta tía o se ha equivocado o ha tomado algún combinado de más –pensé–. ¿Pero, y si…? La verdad es que está para recorrerla de arriba a abajo parándose en cada recoveco.

El teléfono indicaba que ella seguía en línea, pero me quedé petrificado pensando en qué hacer y esperando a que ella eliminara el mensaje o se disculpara por la equivocación. Pero pasaban largos segundos y ni siquiera aparecía un escribiendo.

Rápidamente, apreté el botón de poner en espera el aparato y lo tiré en el sofá, a un lado.

Llevaba una temporada de broncas con mi mujer, por eso, entre mis opciones de relax, no había contemplado el irme a la cama con mi esposa. Pero ya había pasado por más épocas así y habían venido otras estupendas detrás. Así que no podía, no debía, seguir la corriente de aquel mensaje.

Desde que comenzara a salir con ella, allá por la prehistoria, he rehuido insinuaciones femeninas sin dejar lugar para el más mínimo flirteo, consciente de que, si uno juega con fuego, se puede liar un incendio; y consciente de que, si uno deja que la sangre baje al centro del cuerpo, el cerebro no funciona igual.

Ahora me comía la curiosidad de saber si aquel audio iba en serio, pero al mismo tiempo iba pensando cosas del estilo: "si se descubre una infidelidad lo peor no es el acto en sí, sino que ya no se puede volver a confiar en esa persona y eso dinamita una relación". Y, tirando de mis manías, incluso añadía que la fidelidad es también una cuestión de salud: puede pasar que uno traiga a casa lo que no quiere, y para colmo se lo contagie al resto de la familia.

"Pero, joder, esta tía me pone y mi mujer está más pendiente de hacer la guerra que el amor; ya llevo demasiado tiempo de abstinencia".

Demasiado tiempo me parecían dos días, y ya iban por lo menos diez.

Sabía que estaba entrando en la deriva que lleva a uno a auto-convencerse, arrinconando a la razón, de que lo correcto es lo que pide el instinto.

Así que era hora de hacer algo, pero ya, o acabaría diciéndole a Clara que no le iba a faltar de nada, y que iba para allá como un cohete, dejándole a mi mujer un mensaje de que salía a dar un paseo nocturno…, omitiendo, por supuesto, que el paseo era a casa de su amiga…

"Ostras, ahí está el tema, atontao –pensé con tanto susto como alivio–. Clara es tu amiga de rebote, de quien es amiga es de tu mujer ¿No te estarán tendiendo una trampa?".

Esa chispa de pensamiento me devolvió la sangre a la cabeza, y entonces se me ocurrió algo que me hizo olvidar a Clara: "¿Y si me hago pasar yo por el baboso ese que le anda rondando a mi mujer? Ella tampoco es que lo haya mandado a la mierda, que es lo que debiera. Según ella, es por no herir sus sentimientos, alegando que es un buen amigo ¡Vamos a ver si es verdad!".

Sin perder un momento, cogí el móvil del trabajo, cuyo número nunca le había dado a mi mujer. Ella tampoco se había molestado en pedírmelo, porque siempre llevo encima el particular.

Le escribí lo siguiente:

"Soy Ramiro, he notado que no andas muy bien con tu marido. Si quieres, yo te trataré como a una reina. ¿Qué tal si vienes hasta mi casa mañana cuando salgas de trabajar?".
El móvil de mi mujer aparecía que estaba en línea…

"Hostias, ¿Pero ésta no estaba durmiendo?", me dije muy sorprendido.

A continuación escribió: "¿No te tengo dicho que no me escribas a este número?".
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