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Ciudadanos de pueblo

08/04/2018
 Actualizado a 13/09/2019
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Los mineros picaban carbón con la esperanza de que sus hijos nunca tuvieran que entrar en la mina. Los agricultores trillaban deseando que sus hijos nunca tuvieran que pasar ese calor ni morder ese polvo. Los ganaderos ordeñaban con la ilusión de que sus hijos no tuvieran que pisar una cuadra. Las pensiones de todos ellos, los beneficios de las mejores cosechas, se destinaron a pisos en la ciudad y a estudios que alejaran para siempre a los descendientes de la tierra en la que nacieron sus padres. La muerte material de nuestros pueblos comenzó con el cierre de las escuelas y la creación de los colegios rurales agrupados, ideados desde despachos en los que la rentabilidad económica quedaba y sigue quedando muy por encima de la justicia social, pero la cuestión de fondo empezó cuando todos los jóvenes aspiraban a llegar a la universidad, de la que es prácticamente imposible regresar después al pueblo. En la radial de la radial del centralismo español, León pronto empezó a padecer las consecuencias de la despoblación, a la que ahora pretende poner soluciones la que probablemente sea la primera generación de hijos que viven peor de lo que vivieron sus padres, la misma que sólo entiende el medio rural como un lugar para el ocio o la melancolía. El problema de la despoblación es social y económico, es estructural y descomunal, demasiado viejo como para atajarlo ahora, demasiado grave como para que le podamos echar todas las culpas a un solo partido o a una sola administración. Aún orgullosos de su tierra, muchos de los leoneses y de los jóvenes españoles que tuvieron que huir de su tierra para buscarse la vida acabaron en Cataluña, y algunos de ellos terminaron por convertirse en independentistas que ahora se creen y difunden el discurso de que España les roba. En ese contexto surgió la figura de un locuaz político que ganaba las ligas de debate universitario y que habla como si estuvieran en posesión del sentido común permanente, aunque las contradicciones que ya acumula y la falta de valores en sus palabras hacen que lo suyo sea más bien sentido común revisable, como las condenas de prisión que apoya. Esta semana estuvo en León y repartió un surtido de fórmulas magistrales, para la despoblación, para la economía y para la ciencia, haciendo gala del mismo populismo que él acusa de practicar a otros partidos antiguamente emergentes. Resulta sangrante tener que soportar lecciones sobre lo que hasta ahora era envejecimiento y ahora es ya directamente abandono del medio rural por parte de los primeros espadas de nuestra política cada vez que tienen la deferencia de visitarnos. Primero lo hizo Soraya Sáenz de Santamaría, que dijo que el turismo era una alternativa (¿se habrá enterado de en qué terminó la burbuja de las casas rurales, de que muchas de las subvenciones se usaron para reformar viviendas privadas o de que Caboalles es el pueblo con más camas por habitante pero nunca hay sitio para reservar?) y estos días lo ha hecho Albert Rivera, al que me permito dar un consejo que no me ha pedido: si de verdad quiere usted apoyar a la gente que vive en los pueblos, empiece por cambiar el nombre de su partido, que es ya un desprecio en sí mismo para ese 2% de la población que habita un 70% de nuestro territorio. Encumbrado en su papel de archienemigo de Carles Puigdemont, no he dejado de preguntarme en toda la semana cuál de los dos, salvando las insalvables distancias, se podría identificar mejor con el leonés medio: uno preocupado únicamente por las palabras y las apariencias; el otro, rancio, retorcido, acomplejado y echando la culpa al vecino de sus propias carencias. Yo aún no he llegado a ninguna conclusión. ¿Tú?
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