Cita a ciegas

Con la inspiración de 'Tu más profunda piel', de Cortázar, la autora nos obsequia con este sensual relato, haciendo que sintamos lo que perciben y sienten sus personajes, tan llenos de vida, tan llenos de pasión

Mariluz Carrera Merayo
19/08/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Yo no olvido tu nombre ni aquellos ojos verdeazulados iluminados por la luz del sol poniente al lado de las almenas. Tú mirabas a lo lejos, más allá del río que corría a los pies del castillo, haciéndote el distraído, al saber que yo te contemplaba. Tu piel era morena, curtida por el sol y el viento del páramo leonés, surcada por pequeñas arrugas. Y tus labios eran finos, tan bien dibujados, que yo los imaginaba suaves y cálidos. Los acaricié con mis ojos, saboreándolos, consciente de que más tarde los recorrería con mi dedo índice.
Podía sentir la urgencia por tus besos pero ambos habíamos decidido retrasar al máximo el momento de culminar esa fusión de bocas y piel. También recuerdo tu media melena ondulada de pelo canoso, retirado de la frente, oliendo al mismo jabón que olía tu ropa. Aún percibo  la calidez de tu mano  en el primer saludo.  Todo era como tantas veces lo había imaginado.

Yo retrasaba el momento de tu contacto por el miedo a acostumbrarme a ti y echarte de menos luego. Tú hablabas de nuestras cartas y de nuestras conversaciones por teléfono y fingía atender, con la respiración entrecortada, temiendo que oyeras mi corazón, que latía sin control, como si fuera a salírseme del pecho.  

Después bajamos en dirección a la fortaleza y anduvimos un largo rato sin tocarnos, torpemente y sin ritmo; a veces caminábamos al lado, y otras yo iba detrás. Entonces, admiraba despacio tu figura esbelta, tus piernas rectas y musculosas, tu espalda ancha, tu cintura, ya no tan breve... y deseaba que el tiempo se detuviera.

Por fin, llegamos a aquella cafetería regia, de mesas bajas y butacas de cuero, que tan poco tenían que ver con nosotros, hijos y nietos de la tierra, de lo ancestral, de la madre naturaleza. Un café humeaba entre nosotros y el sol se colaba por las cortinas. Te ibas quedando poco a poco a contraluz y en silencio mientras yo era consciente de que un rayo de luz se había metido entre mi pelo y que eras tú ahora el que veía en mi tez la danza de las pecas y el rubor de las mejillas bajando hasta el escote, brevemente insinuado.

Tu nariz se ensanchaba percibiendo el olor a canela que yo había esparcido en el cuarto de la ropa durante la mañana anterior. Tu mirada atrevida buscaba con insistencia la mía, vergonzosa y huidiza. Entonces, cogiste mis manos y las recorriste dedo a dedo como hacen las mariquitas, esas que se dejan atrapar por la admiración de los niños y recorren sus dedos mientras ellos cantan bajito para retrasar el momento definitivo en que separan sus alas, al principio invisibles, hasta que levantan el vuelo. Así de breve sería nuestro encuentro. Adivinábamos nuestra turbación en lo más profundo de nuestros sentidos y no necesitábamos hablar. Tus rodillas me buscaron bajo la mesa y mis pies descalzos te buscaron también y se apoyaron en la pana cálida de tus muslos. En ese preciso instante, suspiramos llenos de complicidad y de anhelo.

Dejaste unas monedas en la mesa y cruzamos el vestíbulo del hotel hacia ese cuarto cómplice que hay en todos hoteles, el que se paga por horas, el de los encuentros furtivos. Éramos dos amantes que no quieren sufrir por amor, que a fuerza de desearse sólo quieren beberse los labios y comerse la piel como si el mundo se acabara en ese mismo instante... Esta vez yo avanzaba, delante de ti, consciente de que me ibas desnudando desde la melena cobriza hasta los tobillos, hasta quitar las últimas telas que nos separaban. Y al tiempo que saltábamos todas las barreras, navegando un río tranquilo y sin retorno, de aguas cálidas y sonidos antiguos, nos amamos sin amor y sin prisas, sabiendo que sería la primera y la última vez.

Relato del Taller de composición que imparte Manuel Cuenya en la Universidad de León (Campus de Ponferrada)
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