22/02/2015
 Actualizado a 17/09/2019
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Hayan sido cazadores, traficantes de trofeos cinegéticos tan apreciados por ciertas personas (por llamarlas de alguna manera) que pagan por poseerlos y presumir ante sus amigos, o hayan sido los propios guardas de la Reserva, como también ha dicho la prensa, para impedir que aquellos lleven a cabo su cruel negocio, la estampa no puede ser más impresentable: cincuenta ciervos decapitados y abandonados sobre la nieve, algunos al lado de la carretera, componiendo un bodegón fantasmagórico más propio de un país medieval que de uno al que se le supone camina ya por el siglo XXI.

Si las decapitaciones las hubiera llevado a cabo el Estado Islámico, ese que confunde la religión con una carnicería, a nadie nos extrañaría, pero que las hayan hecho personas ‘normales’, vecinos nuestros a los que damos los buenos días cada mañana, es lo que mueve al sobrecogimiento. Saber que uno convive con personas capaces de matar a unos pobres animales indefensos a los que previamente han atraído, según parece, ofreciéndoles comida, sabedores sus asesinos de que, a causa de la nevada, estaban hambrientos y muchos de ellos debilitados después de días sin comer, es algo que conmociona y que hace dudar de que la humanidad, incluso en Europa, donde presume de estar más desarrollada que en otras zonas del mundo, haya dejado atrás realmente sus atávicos instintos y sus pulsiones propias del reino animal al que pertenece.

No seré yo el que condene a nadie, qué más quisiera, pero, soñando, me gustaría ver a todas esas personas capaces de aprovecharse de la debilidad y la indefensión de unos animales que ni siquiera pueden enfrentarse a ellos (los cuernos los tienen los pobres ciervos más de adorno que otra cosa, por desgracia), no sin cabeza, pero sí llevando sobre las suyas las cornamentas de los que decapitaron para que todos veamos que son normales, pero sólo en apariencia y cuando, en lugar de disimular como hacen cuando los demás los vemos, se muestran tal como son, es decir, como unos depredadores.
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