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Cervantes, Camoens y el desconcierto del mundo

José Luis Gavilanes Laso
17/05/2016
 Actualizado a 13/09/2019
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Respecto a los paralelismos que pudieran establecerse en este año cervantino entre el autor de El Quijote y escritores coetáneos de otros países, ninguno tan próximo como el que, a mi juicio, existe entre Cervantes (1547-1616) y el portugués Luís Vaz de Camoens (¿1524?-1580), autor, entre otras piezas literarias, de Os Lusíadas, poema épico obra cumbre de las letras portuguesas.

Durante los siglos XV y XVI la corte lusitana se caracterizaba por su esplendor y prosperidad. Los portugueses, merced a su espíritu conquistador y avanzado dominio de la navegación –además del reconocimiento territorial que les otorgaban las bulas de Alejandro VI–, habían pasado a dominar el norte de África y las Islas Orientales, dominio que les suministraban buena parte de sus riquezas, contribuyendo a su poderío económico del que era mayor exponente el incesante trasiego de barcos en el internacional puerto de Lisboa: «...en donde se descargaban las riquezas del oriente y desde allí se reparten por el universo», relata Cervantes en el Persiles. De Lisboa recordará Cervantes, en esta misma obra, aquellos diez días en los que los personajes Periandro y Auristela se pasean por sus calles haciendo un elogio de la capital portuguesa, la más populosa entonces de las ciudades europeas, sobresaliendo por la fama de sus hospitales y por la religiosidad de sus habitantes. Dos siglos después todo ello se vendría al traste tras el devastador terremoto de 1755. Esta pujanza de la corona portuguesa y afán conquistador de los lusos estará presente en la obra de Cervantes. Lisboa, que por aquella época era a Portugal lo que Sevilla a España, fue visitada por Cervantes en 1581, un año después de la muerte de Camoens y de la anexión de Portugal por Felipe II (I de Portugal) por derechos sucesorios y fuerza de las armas, matrimonio que se hace irresistible. A Cervantes se le había encargado en las Cortes de Tomar la peligrosa misión de regresar al norte de África como espía, donde había estado cinco años como cautivo. A su vuelta, en junio del mismo año, se presentará en Lisboa para dar cuenta de las informaciones.

Respecto al tópico de la fama del portugués como sujeto ceremonioso y enamoradizo, Cervantes lo resalta con insistencia en obras como El celoso extremeño o el Viaje al Parnaso. La reputación del portugués galante y sentimental –que hace exclamar a un personaje de comedia de Lope de Vega: «Cuanto lloráis, ¿acaso sois portugués?»–están estrechamente ligados con la lengua portuguesa tan almibarada, tierna y musical, que contrasta con la castellana, más recia, seca y muscular, lo que provoca la frase atribuida a Cervantes: «El portugués es el castellano sin huesos».

Respecto a la literatura, en la primera obra cervantina, La Galatea, Cervantes sigue la tradición narrativa pastoril que en las letras hispanas había iniciado el portugués Jorge de Montemayor con su Diana. Pero en materia literaria el autor portugués que despertó mayor admiración en Cervantes –y también en los escritores españoles del Siglo de Oro– fue sin duda alguna Luis Vaz de Camoens, a quien tilda de «excelentísimo».

Cervantes y Camoens, enormes como escritores, no eran ni grandes ni pequeños en estatura. Fueron hidalgos, hombres de letras, humanistas, soldados combatientes contra el infiel: Cervantes pierde el brazo izquierdo en Lepanto luchando contra los turcos; Camoens un ojo (¿cuál de los dos?) en Ceuta. Los dos son objeto de la octava bienaventuranza, esto es, reos de justicia, y en la cárcel escriben lo principal de sus obras. Ambos fueron hombres amenos, de festivo ingenio y peregrinos por muchas tierras. Ambos padecieron grandes estrecheces económicas y vivieron del socorro de amigos y bienhechores: Camoens de una pequeña pensión del rey Don Sabastián; Cervantes del Arzobispo de Toledo y del conde de Lemos. Recibieron ambos sepultura en conventos de monjas: trinitarias de Madrid, en el caso de Cervantes; franciscanas de Lisboa, en el de Camoens. Fueron mucho tiempo olvidados y hoy serias dudas sobre la autenticidad de sus restos. Paralelismo que se hace convergencia en el uso de la lengua al escribir Camoens parte de su lírica en castellano (Quam bem soa o verso castelhano!), la lengua dominante entonces en el mundo por motivos políticos y militares. En cambio, Cervantes, no sólo no escribe nada en lengua portuguesa, aunque la admire, sino que se siente cohibido a escribir versos en su propia lengua, la «gracia –dice– que no quiso darme el cielo».

Cervantes y Camoens son pluma y espada, meditación profunda de toda una civilización cuyas contradicciones y desconciertos los sufren en las entrañas, lo que les otorga una perspectiva humana privilegiada e intentan sublimar a través del arte. Camoens, más temprano, es el primer ojo de un puente que se tiende entre el gótico del cuatrocientos y el barroco del seiscientos. Cervantes, más tardío, es el ojo final. A caballo entre la tradición peninsular y la vanguardia italianizante, el paralelismo de ambos adopta un disposición bipolar. Los valores y creencias que Camoens perseguía eran aquellos que Cervantes criticaba. Pero esta bipolarización, tras detenido análisis, sólo será en apariencia. De la misma manera que don Quijote proyectaba en la realidad sus lecturas de inverosímiles novelas de caballería, Camoens proyectaba sus ilusiones caballerescas, no sobre los molinos de viento, sino sobre la diversidad de Oriente, donde sólo ve caballeros peninsulares batiéndose como nobles y leones por su rey y por su fe. Pero no deja de ser curiosa una cierta falta de convicción en el tono en que Camoens habla de esos héroes y de esas proezas. Lo más esclarecedor es ese pasaje de Os Lusíadas en que Venus protege y recompensa con delicias carnales a los navegantes que iban a propagar la fe de Cristo, contrasentido que no sólo escandalizaba a cualquier ortodoxo y pudoroso inquisidor, sino a una mente fría y racionalista como la de Voltaire (Ensayo sobre el poema épico) que juzga inadmisible en el poema camoniano la mezcla nada razonable de dioses del paganismo con objetos de la religión cristiana. Camoens creía en la caballería como podía creer en ella Sancho, a regañadientes, por no poder oponer otra alternativa. La fábula mitológica presente en Os Lusíadas representa a un hombre del Renacimiento, pero a un hombre que, a diferencia de Cervantes, y por ello posterior a él en el tiempo, no está lo suficientemente alejado del ideal caballeresco para poderlo criticar como lo hace Cervantes en el El Quijote, y eso le sume a lo largo de su vida y de su obra en un drama constante expresado dialécticamente, y cuya mejor denominación el propio Camoens moteja en «el desconcierto del mundo». Este desconcierto del mundo se asume en el convencimiento trágico de la propia naturaleza que tropieza siempre con un destino opaco, caprichoso, y que torna en desilusión y desesperanza todos los sueños de enamorado, de soldado y de poeta: «A los buenos siempre vi pasar en el mundo grandes tormentos, y para más me espantar, a los malos siempre vi nadar en mar de contentamentos. Cuidando alcanzar así el bien tan mal ordenado, fui malo, mas fui castigado. Así que sólo para mí anda el mundo concertado». En resumen, Cervantes y Camoens parecen hijos del mismo capricho del destino, que se satisface en forjar la gloria en el sufrimiento; y hermanos en acentuar el genio en la desgracia.
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