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Celibato, un calvario sin cruz

12/09/2021
 Actualizado a 12/09/2021
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No es nada nuevo bajo el sol oír o leer cada dos por tres la noticia de eclesiásticos envueltos en asuntos de sexo, y no precisamente el de los ángeles. El caso reciente del obispo emérito de Solsona lo confirma.

Quien suscribe ha experimentado varias veces que el amor y el sexo no tienen fronteras. De adolescente, hube de acostarme por necesidades hogareñas con un cura joven en Berantevilla (Álava). Puedo dar fe que experimenté su contacto libidinoso de hombre con sotana, no porque mi hermosura infantil fuese objeto de irresistible atracción sexual, sino por deseo irreprimible de dar cauce natural a sus impulsos carnales. Durante la carrera universitaria tuve varios compañeros que colgaron los hábitos de curas de aldea, rehuyendo así la hipocresía de procesionar y tocar las campanas al mismo tiempo. En Lisboa, a finales de los ochenta del pasado siglo, me relacionaba con un sacerdote gallego. Juntos en la playa de Caparica se le iban los ojos hacia los biquines, prohibiéndome desvelar ante las mozas su condición eclesiástica. Acabó confesándome lo inconfesable que se cocía en el seminario en materia de sexo.

Celibato, castidad, ayuno y abstinencia, como renuncias que van contra los deseos y apetitos naturales, se ha querido convertirlos en virtudes. Siendo la naturaleza sabia, (y no podría ser de otro modo si la aceptamos como creación divina), cuando se obra con tales dejaciones voluntarias, consustanciales a la condición humana de seres vivos creados por Dios, es un modo de empobrecer su obra.

Es paradójico que habiendo perdonado Cristo en la cruz hasta a sus propios verdugos, el cristianismo, pasando de perseguido a perseguidor, en nombre del Evangelio haya podido encarcelar, torturar y ejecutar a miles de individuos, puesto que cualquier diferencia con las opiniones de la jerarquía eclesiástica era considerada como herejía. Al debate teológico, la Iglesia Católica prefirió la condena: vencer antes que convencer. Hoy la fe, al menos en el orbe católico, ya no construye ni destruye nada, porque apenas tiene vitalidad para imponer su doctrina. La vocación sacerdotal, o lo que es lo mismo, el oficio más directo y reconocido relacionado con la espiritualidad religiosa católica, ha caído en barrena. Los seminarios y las celdas monacales están semivacíos. Sin duda, la persistencia del celibato está entre las causas. ¿Para qué sacar pecho o mortificarse por haberse resistido a las naturales incitaciones de la carne? Si, como dice la Iglesia, Dios nos quiere castos, ¿por qué demonios nos ha creado sexualmente activos todo el año? ¿Para convertirnos en santos por reprimirnos hasta la extenuación? ¿Pero qué clase de Dios es ese que parece complacerse sólo para hacernos sufrir verdadero calvario? Como decía irónicamente Voltaire: «Dios ha creado el mundo sólo para hacernos rabiar». Anímicamente, todo en el hombre y mujer son pasiones, y la virtud no está en eliminarlas, sino en admitirlas y dominarlas. Pero comprendo a la iglesia Católica. Claudicar ante el celibato sería como darle la razón a Lutero. Por lo que habrá que estar permanentemente abiertos al escándalo por mucho incienso que se le eche para ocultarlo. Lo dijo claramente hace muchos años en el ‘Libro del Buen Amor’ con poéticas palabras el Arcipreste de Hita, un monje vividor y vigorosamente consecuente con las ‘debilidades’ sexuales del clero; oigámosle: «Como dize Aristóteles, el mundo por dos cosas travaja: la primera por aver mantenencia; la otra cosa por aver juntamiento con fembra plazentera».
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