Cecilia Orueta, la fotógrafa que escucha

Cecilia Orueta ha dedicado un año a conocer las cuencas mineras leonesas y palentinas para crear ‘The End’, un libro de fotografías que salió justo antes del confinamiento y ha estado dos meses sin llegar a las librerías. Es justo rescatarlo ahora que vuelven a abrir

Noemí Sabugal
17/05/2020
 Actualizado a 17/05/2020
Jacob Anes prepara la madera para entibar en un taller en el interior de la mina La Escondida, en Caboalles de Arriba. | CECILIA ORUETA
Jacob Anes prepara la madera para entibar en un taller en el interior de la mina La Escondida, en Caboalles de Arriba. | CECILIA ORUETA
De las satinadas páginas negro-carbón van saliendo las imágenes. Hay hombres con la cara manchada, desnudos después en las duchas; hay mujeres que lloran porque les viene un recuerdo; hay niños en una barriada minera; hasta animales hay: una oveja que, curiosa, asoma la cabeza en unos antiguos vestuarios. La fotógrafa Cecilia Orueta ha dedicado más de un año a escudriñar las cuencas mineras leonesas y palentinas y el resultado es ‘The End’, un libro que, como la mina y como los relojes de medio mundo, se ha quedado parado. Dos largos meses confinado por la pandemia del coronavirus antes de llegar a las librerías.

Los que conocemos a Cecilia Orueta y la hemos visto trabajar sabemos que, además de mirar y de hacerlo bien, con atención e interés, escucha y conversa. Sabemos que es capaz de hablar con una piedra y de conseguir que resulte expresiva. Y quien dice piedra dice el castillete de un pozo, dice una antigua estación de tren, dice la lápida de una sepultura. Las cosas le cuentan historias y ella las escucha. Surgen así imágenes como la de un lavabo apenas iluminado en un viejo hotel para mineros; la desolación de unos botes de gel tirados en las duchas de un pozo el día del cierre; o un revoltijo de picos y palas, inútiles, en el suelo. Las historias de los objetos hablan de las personas que los usaron. No las comprendemos del todo y tampoco es necesario. No hay que comprenderlo todo para saber lo que significa.Si los objetos le hablan a Cecilia Orueta, qué no le contarán las personas. En ‘Mirar’, John Berger dice del fotógrafo estadounidense Paul Strand que convierte a los retratados en narradores, que el momento fotográfico elegido es un momento biográfico o histórico, cuya duración no se mide en segundos sino en su relación con toda una vida. Es lo que hace Orueta: escucha y después narra o, más precisamente, nos permite asistir a la narración de las personas y de los objetos. Las fotografías de Orueta se convierten en historia y se alejan, como sugiere Berger que hace también Strand, de la idea de Henry Cartier-Bresson de buscar el instante. Sus imágenes quieren apretujar un siglo y medio de la vida en las cuencas mineras. Del aire de «derrota de una ensoñación» que el fin de la minería ha dejado en los pueblos y en sus habitantes surge este libro, dice Orueta. De ahí su título, que recuerda a las películas del Oeste que se veían en los cines de las cuencas, como en el cine Emilia, de Ciñera de Gordón, cuyos asientos vacíos son la portada del libro.

Si pegamos el oído del ojo a las fotografías escuchamos sus historias. Hay una historia de soledad en la nieve que cae frente al bar Los Pelayos, en Olleros de Sabero, y en el hombre que fuma sentado solo en la terraza. Hay una historia de nostalgia en la cara de José Gato, bajo la arcilla anaranjada que se usaba para protegerse del calor en la fábrica de briquetas de Vegamediana. En el retrato de Orueta, los ojos de José están perdidos, miran hacia otro tiempo. Hay un relato de amistad y de compañía en los hombres que juegan a las cartas en un bar de Cistierna mientras la televisión echa, precisamente, una del Oeste. Y está el relato de la enfermedad en el tubo de plástico que cruza bajo la nariz de Higinio Fernandes, jubilado por silicosis y a la espera de un trasplante de pulmón. Y una historia de muerte e insomnio en las cintas blancas de una corona funeraria en la que se lee: «vuestros compañeros», y que pertenece a los últimos fallecidos en la minería leonesa, los seis del Pozo Emilio del Valle; duele cada uno de sus nombres.

A Orueta le gusta a veces que el movimiento esté en las imágenes, la sugerencia de las formas imprecisas, porque están vivas. La luz de la que se alimentan estas fotografías es una luz que parece de atardecer, una luz crepuscular como la de las historias que cuenta.

Cae esa luz sobre el enjabelgado de los cuarteles mineros abandonados, se derrama por las esquinas de los interiores: comercios y fondas y bares que vivieron tiempos mejores. Esa luz es memoria. Por eso estas imágenes contradicen lo que decía Susan Sontag de que la fotografía no es un instrumento de la memoria, sino su invención o su reemplazo. No es cierto en este caso. La memoria de las cuencas mineras, que es la de sus habitantes, no se puede inventar ni sustituir: todavía está ahí.
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