02/03/2017
 Actualizado a 17/09/2019
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El otro día mandó una amiga a un grupo de Whassapp uno de esos mensajes largos como una semana sin pan en el que un padre, miembro destacado de la clase media, envió a su hijo díscolo y rebelde un mes a casa de su hermano en la montaña. Al ir a recogerle, le preguntó cómo se sentía y el chaval le informó que había disfrutado como un enano de la naturaleza. Que él sería rico porque compraba cosas, pero que su tío tenía a su disposición todo lo que ofrecía gratis la naturaleza, por lo que era, sin duda, mucho más rico que él.

Esta discusión es más viejuna que el tebeo y se remonta a cuando los hombres, allá por el diez mil antes de Cristo, tuvieron que decidir si seguían viviendo de lo que les ofrecía la naturaleza, por lo que no tenían casa fija y debían migrar según las estaciones para sobrevivir de lo que cazaban y recolectaban, y por lo tanto toda la libertad del mundo, o, por el contrario, se asentaban en un sitio para poder explotarlo y creaban instituciones tales como sacerdotes que rogaban a los dioses, administradores, policías y, por fin, reyes que dictaban normas de cumplimiento obligatorio para los habitantes de la aldea, pueblo o ciudad, que seguramente les hacían la vida más cómoda pero perdían su libertad. En 1967 un antropólogo de la universidad de Michigan, cansado de la rígida moral americana y de sus estancias en lugares tan exóticos como las islas Fiji y Papua, se fue a París y publicó en la revista ‘Temps Modernes’ un ensayo en que denunciaba la competitividad del mundo capitalista. Decía, por ejemplo,que por culpa de los profesores de escuela, de los de instituto y de universidad, los niños se veían obligados a competir con sus compañeros a causa de los deberes y de los exámenes desde los siete años. El profesor se llamaba Marshall Sahlins y vio en primera persona, un año después, la última revolución casi incruenta de la historia: el mayo del 68, movimiento esencialmente anarquista, nacido en la universidad de Nanterre y que casi ocasionó la muerte del estado burgués. Digo casi porque al final los poderes fácticos derrotaron el movimiento de estudiantes y obreros, de la forma más sencilla de todas: asumiendo de aquellos lo intrascendente y olvidando, gracias al poder de las porras y las pistolas, lo que de verdad importaba. Gracias a la revolución del 68, por ejemplo, se comenzó a olvidar la estrictas y anticuadas normas sexuales para lograr, en los años venideros, la revolución sexual, a la que España, como siempre, llegó tarde y permite afirmar que es casi el único país, (junto con Irlanda y Portugal), en el que las hijas son más putas que las madres, cuando en el resto de Europa (Alemania, Holanda, Suecia, Italia, Reino Unido, etc), se da el caso de que las madres fueron mucho más putas de lo que son las hijas. Sahlins abogaba por una sociedad de cazadores-recolectores, gente sin ataduras morales y materiales, (hipotecas, coches, televisiones, teléfonos, vacaciones en Ibiza, monogamia, etc), que al final lo único que hacen es que la gente esté obligada a luchar contra otros para conseguirlas. Creo que Sahlins era, al final, un reduccionista, y que su sociedad tampoco era perfecta, ni mucho menos. Las ligaduras atan mucho más de lo que él pensaba e, incluso, los cazadores-recolectores, tenían obligaciones que cumplir, por lo que la ecuación no tenía valor. Aunque creo que acierta, entre otras muchas cosas,al decir que «nunca antes tanta gente había pasado hambre en la historia como en este tiempo». A los capitalistas, esos que nos enseñan a ser competitivos desde casi el jardín de infancia, les importa una mierda destruir pueblos enteros para conseguir sus fines, (y si no que se lo pregunten a los indios del Amazonas, o a los negros de cualquier país ocupado por los occidentales en el África subsahariana). Hitler, cuando invadió la Unión Soviética, dictó una ordenanza a su ejército invasor en la que ordenaba dejar morir de hambre a todo hombre (en genérico) que tuviera la desgracia de caer prisionero, Pensaba eliminar así a treinta millones de seres humanos. Y Hitler, creedme, era un capitalista furibundo; como el esparaván ese del Trump que va a aumentar el gasto de defensa americano en 54.000 millones de dólares. Adivina, adivinanza, ¿quién va a recibir ese mogollón de pasta? Los capitalistas del complejo militar-industrial americano.

Pues nada: uno está pensando muy seriamente en hacer caso a Shlins y pirarme al monte. No tengo ni idea de cuanto aguantaré, ya que debo ser el único de mi pueblo que nunca a pescado o cazado y de coger arándanos y similares, poco iba a sobrevivir. Pero me libraría del banco, de hacienda, de los impuestos, de la familia, de los amigos... No es mala perspectiva, no.

Salud y anarquía.
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