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Cayendo hacia el fin de año

27/12/2021
 Actualizado a 27/12/2021
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Este es el último artículo que escribiré para ustedes en este año 2021, así que el próximo aparecerá cuando ya hayamos cruzado ese umbral mágico de las campanadas de medianoche, y se haya cumplido ese rito que, al parecer, tiene por objeto obtener el favor de los dioses y, en particular, la mirada benévola de la diosa Fortuna.

Los calendarios tienen largas y hermosas historias, la idea de contar el tiempo, de regularizarlo y ordenarlo para atender a los trabajos y los días, es maravillosa y ha variado, por supuesto, a lo largo de los siglos, pero siempre me ha llamado la atención este descenso hacia el final del año, este rito que despide al moribundo diciembre y que recibe a un joven e inexperto enero, como trasunto de la vida misma, como si realmente el día 31 a las doce en punto de la noche todo pudiera cambiar de pronto sin justificación aparente, siguiendo la estructura de los cuentos tradicionales, tan proclives a la transformación inexplicable en esa hora señalada.

No creo que sea bueno despojar de magia el fin de año, ni estos ritos de transición. Tampoco creo que la Navidad sea una cosa exclusivamente «de niños», como algunos afirman, como si aceptaran que ser adulto significa perder para siempre el encanto de las cosas. Inevitablemente, hay dosis de nostalgia. No porque ningún tiempo pasado haya sido mejor, sino porque resulta imposible no acordarse de esa emoción antigua, de aquellas horas que pasaban lentas, rodeadas de un frío intenso hasta que la cena se servía. Cuando las casas se llenaban de voces de parientes que sacudían la nieve de las botas en el zaguán y entraban, como era costumbre entonces, sin llamar.

Estos días finales del calendario no son, como dicen los amantes del fútbol cuando hablan del tiempo de descuento, los minutos de la basura. Muy al contrario, me parecen perfectos para recuperar un poco de la lentitud perdida. Apenas son días hilvanados entre fiestas rotundas, días somnolientos, una especie de dejarse caer, como Alicia en su agujero, mientras pasan a nuestro lado las viandas con su mensaje de «¡cómeme!, bébeme!». Y esta vez llegamos inmersos en una nueva oleada de la pandemia, con una grave sensación de desvalimiento y frustración. No hay duda de que vivimos un tiempo extraordinariamente complejo (que paradójicamente nos explican con simplezas y superficialidades), pero tal vez ha llegado el momento de colocar nuestras vidas por delante, impedir que nos someta esta realidad terca y tantas veces amarga, sacudirnos el peso de una existencia que circula a toda velocidad, puede que sin saber a dónde, que se basa en la alarma sistemática, una realidad en la que se alimenta de forma perversa la lucha entre contrarios.

Es muy probable que el 1 de enero no nos traiga una vida renovada, un horizonte limpio, como a menudo nos prometen. Y, sin embargo, somos nosotros los que debemos hacer algo al respecto. La capacidad de transformar la realidad está en nosotros, en nuestro impulso, en nuestro deseo de modernidad. Muchas veces hemos hablado aquí de nuestra tendencia al victimismo, al escepticismo (razones no nos faltan, es cierto), pero ni siquiera las glorias pasadas, que se citan y celebran a menudo, van a rescatarnos en el momento presente. Hay que vivir del aquí y del ahora.

Tal vez sea el exceso de información (no siempre fiel, como se sabe, sino abundantemente trufada de bulos, diseminados con aviesa intención) lo que nos hace sufrir. Es parte de la niebla, de la confusión del presente. Saber más no significa saber mejor. Hemos caído en la trampa del vértigo, de la superficialidad, y esa es una técnica perfecta para dominarnos a todos. Por eso sería necesario reflexionar ahora, al amparo de estos días extraños del moribundo diciembre, mientras nos comprometemos a reiniciar nuestra vida en enero, como solemos hacer, con esas promesas de acudir a un gimnasio y levantarnos a correr de madrugada. Pero me temo que los compromisos que necesitamos alcanzar son mucho más importantes que cambiar nuestro estilo de vida y nuestra dieta.

Todos estos ritos de fin de año nos invitan a la renovación, es cierto, a desprendernos de lo inservible, y es seguro que, tras tantos meses de pandemia, de crisis económica, de inseguridades e incertidumbres, habrá muchas cosas de las que nos queramos desprender. No será fácil. Nos enfrentamos a retos formidables, tanto en lo cercano como en lo lejano, pues lo global se halla en plena búsqueda de nuevos equilibrios, hay amenazas diversas en marcha, y lo local nos ofrece también numerosos motivos para la preocupación. Cualquiera desearía lanzar el último año a la basura, quizás también el anterior, empezar de nuevo si fuera posible, y, sin embargo, ahora mismo tenemos más experiencia y más conocimiento, aún en medio de la confusión y la sensación de desvalimiento, sabemos más sobre cómo enfrentarnos a las dificultades. Deberíamos conocer ya la gran diferencia entre lo importante y lo trivial, porque suelen ahogarnos en lo trivial, nos embaucan con discusiones bizantinas.

Entre esas discusiones bizantinas ha habido muchas que pertenecen al terreno político. Hemos terminado el año, nada menos, con una convocatoria de elecciones en marcha en esta comunidad. Más allá de las razones profundas, de la estrategia que algunos arguyen (hoy todo es ya estrategia), más allá de que se estén midiendo fuerzas (y esto es seguro) en el espectro político, más allá de todo eso, quizás sea también tiempo de hablar más de la gente que del engranaje de la política. La política se ha convertido en su propio tema favorito, en un relato que se alimenta a sí mismo, que nos ofrece también un vértigo narrativo imparable, con saltos de guion, batallas de familia con más o menos épica, luchas más o menos veladas, egos revueltos.

No es que la política no sea necesaria. Lo que sucede es que el relato de la gente, en tiempos de grave dificultad, debe imponerse sobre cualquier estrategia, sobre cualquier encaje de bolillos, sobre cualquier puzle geopolítico. Movámonos al nivel de la tierra. Abandonemos polémicas triviales y discusiones bizantinas. No entremos en los relatos que no nos pertenecen, que tantas veces no hablan de nosotros. Estos días son propicios para la reflexión. Hay ya mucho cansancio acumulado, pero lo importante es no caer en brazos del desánimo. El primero de enero no obrará la magia de un nuevo horizonte, lo sabemos bien, pero quizás por una vez tengamos que confiar en el poder del umbral que atravesemos este 31 de diciembre. Tengamos que confiar en que cambiar de hoja del calendario no es una tarea inútil. No será difícil que 2022 mejore lo que tenemos.
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