Catalina y un sonajero

02/07/2019
 Actualizado a 16/09/2019
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Hay flores de plástico sobre la fosa de los 13 de Priaranza. Las frescas se suicidan con el calor y dejar desnudo de recuerdos el lugar que luchó incansable para salir de la tierra y sacar a la luz la ignominia más palpable, no es una opción. Una breve tela que busca ser un clavel indica donde comenzaron a cerrarse las heridas de guerra. Allí, recuperando los 13 nombres de asesinados como ecuación negra de una maldita guerra, comenzó el listado de cunetas en las que santiguarse. Esqueletos con vida aún y osarios que resuelven un fin fueron descubriendo verdades y mentiras a partes desiguales y, sobre todo, el miedo sin clausura aún. La Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica se bautizaba con un reguero largo de palabras para definir un fin esperado que conseguía destaparse. Y es inevitable recuperar las historias en crudo de esos huesos que siempre coinciden en arrancar un silencio colectivo para decirlo todo enjugando lágrimas. Pero a veces esos capítulos sobrepasan con mucho la piel.Un sonajero inerte hace que pasado y presente se revuelvan de una manera siniestra, rabiosa y, finalmente, pacificadora. Era el sonajero que Catalina compró a Martín, su cuarto hijo, el que llevaba en brazos cuando segaron su vida. Catalina se aferró al juguete que Martín no escuchó más en su infancia. Ese sonido pasó al de un disparo en su recuerdo, la pólvora que no ha podido apagar hasta recuperar el cuerpo de la que se fundió con la tierra al desnudo, arropada por la paradoja del quita llantos de su Martín. Madre e hijo han vuelto a intercambiarse el juguete, ochenta años después. Ella, convertida en hueso, reducida, como si todo se resumiera en ese segmento de amor materno, como si la vida se recuperara más allá del polvo y el tiempo. Como si Martín consiguiera por fin completar una respiración sin rencor.
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