Castración

Por Saturnino Alonso Requejo

Saturnino Alonso Requejo
07/05/2023
 Actualizado a 07/05/2023
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Aquello mañana de primavera la cancilla se abrió antes de lo acostumbrado. Canela ladraba de un modo nuevo, como si algún peligro inusual se presentara. Iba de un lado para otro nerviosa, pero sin perder de vista la puerta. Pero se retiró sumisa hacia el fondo de la cuadra cuando el tío Gaudencio la reconvino cariñosamente.

Mi amo me puso la cabezada y me sacó al corral; pero no hacia el lado donde el portón se abría sobre la calle, si no al más apartado, donde habían echado ya paja sobre el suelo terroso. Allí me esperaban unos hombres, arremangados hasta los codos, bragados sobre la tierra, como dispuestos a sostener el cielo de aquella mañana.

El aguardiente de la parva los envalentonaba; de modo que se me acercaron y, sin más miramientos, y después de algunos forcejeos, me tiraron violentamente sobre la paja revenida. Mientras los demás me sujetaban, uno de ellos me ató las cuatro patas con una soguilla de esparto, una de adelante con una de atrás. Luego sentí que una fuerte rodilla se clavaba sobre mi cuello hasta dejarme casi sin respiración. Comprendí que no tenía nada que hacer cuando unas manos como tenazas me sujetaban el hocico contra el suelo. De modo que me quedé inmóvil, con la boca llena de espuma y resollando como el agua que cae de golpe en un sumidero. Creo que Canela comprendía mis resoplidos, pues aullaba desesperada en su forzoso encierro. La mañana se me nubló detrás de los párpados.

Al parecer, Dacio El Barbo era el encargado de realizar la operación. De modo que se me acercó por detrás y comenzó a ejecutar una ronda de dolorosos tanteos que se me hicieron eternos. Pero yo ya me había entregado al destino. Y Dacio El Barbo hizo lo que había que hacer, precipitadamente y sin excesivos miramientos, mientras mis resoplidos de animal entero se iban convirtiendo en una quejumbre resignada: me había entregado en cuerpo y alma.

Cuando Dacio El Barbo levantó su rodilla del suelo y se restregó las manos en los pantalones, dijo escuetamente con tono de entendido: «capao y bien capao». Recuerdo que el Avelino me soltó y dijo: «como el Amancio cuando hizo la mili: que entró como su padre y salió como su madre».

Uno a uno los hombres se fueron levantando de sobre mí. Pero yo permanecí allí tumbado, sudoroso, flojo, con la respiración fatigado, humillado, sin percatarme totalmente de lo que allí había sucedido. Por lo demás, el dolor y el cansancio me impedían cualquier protesta o cualquier rencor.

Vi como Librada traía una palangana con agua y uno a uno se enjuagaban las manos al modo de Pilatos. Cumplido el rito, Librada se metió en casa sin atreverse a mirarme. El Avelino, en un afán de consolarla, le había dicho: «Un burro entero no sirve para el trabajo. Y ya dice el refrán»:

«Más quiero burro que me lleve
que caballo que me derrueque».

Oí cómo entraban en la casa para celebrar el éxito de la operación, mientras yo me enfriaba en el suelo sin atreverme siquiera a mover un músculo.

Cuando más tarde Gaudencio y Librada me ayudaron a levantarme, crucé el corral lentamente sin atreverme a afirmar las patas en el suelo. Fue entonces cuando entendí de verdad que me habían castrado para siempre. Ya en la cuadra, Librada me cubrió con una manta, me acarició la frente y se volvió a la cocina. Pero pude ver su cara de preocupación al alejarse.

Mucho tiempo permanecí en aquella soledad sin ver la luz del día. Y mucho me dieron que pensar aquellas palabras que Avelino había dicho a Librada: «Un burro entero no sirve para el trabajo». Comprendí que yo era un árbol seco que nunca daría fruto. Un árbol que sólo serviría para hacer una viga de carga, un astil de hacha, un taburete, o, simplemente, leña para el fuego. Pero yo era un callejón sin salida: en mí terminaba la especie. Mi destino era ser únicamente fuerza de trabajo. Entendí que el pensamiento propio era dañino para la producción; que, en el mundo del tener, el único valor es el económico. Sentí una tristeza profunda como el día en que se desgració mi madre. Por primera vez la vida me pareció un sin sentido. Me hirió profundamente aquella afirmación: «No quiero hombres que piensen, sino bueyes que trabajen».

Aconteció lo que he dicho el veintiséis de marzo, día de San Cástulo, mártir. Ese día fui condenado al celibato en el que permanezco como un ermitaño. ¡Dios sea alabado!
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