15/11/2018
 Actualizado a 17/09/2019
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En 1945, menos de un mes después de que las bombas nucleares destruyeran Hirosima y Nagasaki, Einstein, en unas declaraciones al New York Times, dijo que la solución más obvia para que estos hechos, (la detonación de dos bombas atómicas), no se volvieran a producir, sería la instauración de un gobierno global. Se rieron de él, llamándolo científico ingenuo que quería intervenir en cosas que no comprendía, así que Einstein expuso su argumento de forma más cruda: «Si la idea de un gobierno mundial no es realista, entonces sólo hay una visión realista de nuestro futuro: la destrucción total del hombre a manos del hombre».

Einstein, como casi siempre que hablaba, llevaba razón. La únicas defensas contra un holocausto son el miedo o un gobierno supranacional que impida que existan bandos. Hasta ahora, y gracias a Dios, nos ha servido el miedo, pero existe una teoría que hicieron suya gentes tan inteligentes como Carl Sagan, que dice que ninguna civilización, ya sea en la tierra como en el cielo, dura más de cien años desde que descubre el terrible poder de destrucción del átomo. Por esta razón, concluyen, no nos han visitado los habitantes de las estrellas, porque para venir tendrían que saber utilizar la energía atómica y antes de poder viajar, se habrían destruido.

El asunto es que Einstein tenía razón y casi todo el mundo está de acuerdo, menos los poderosos que dominan el mundo, (Estados Unidos, China y Rusia), y los europeos, que estamos acometidos de una enfermedad más vieja que la vieja del monte y que nos ha estado acosando desde hace mil años recurrentemente, el nacionalismo. Lo del nacionalismo se reinició en la antigua Yugoslavia, con la catástrofe económica y en vidas humanas que todos recordáis. Fue un feo asunto, por el que tendría que caérsenos la cara de vergüenza a todos los europeos, sobre todo a los occidentales, cuando atacamos a una nación soberana, Serbia, sin más motivos que los intereses económicos y de geoestrategia, (joder a los rusos). Lo más sangrante, para los españoles, fue que el que ordenó el bombardeo de Belgrado fue un compatriota, socialista para más señas, el señor Solana.

Ahora, es nuestra nación, o es nuestro estado, puesto que las dos palabras son sinónimos, el que está a punto de desaparecer. Está claro que los dirigentes de Cataluña o del País Vasco no saben quién es Einstein ni les interesa aprenderlo, por lo que la cita que he puesto al principio del artículo les tiene que sonar como música celestial, y es una pena. Es así, porque si no no se comprende el ansia de querer ser distinto, de parecer ser distinto al resto de los españoles, con los que llevan compartiendo un montón de cosas comunes desde hace más de quinientos años. Es incomprensible querer ser pequeño, reducir la fuerza y el poder hasta niveles ínfimos. Esta postura sería comprensible, (pero poco), hace cien o doscientos años cuando el mundo era enorme. Pero, paradoja de las paradojas, en un mundo que se ha hecho más pequeño a medida que el hombre ha desmontado las distancias hasta hacer quedar en ridículo a Julio Verne y a su novela ‘La vuelta al mundo en ochenta días’, parece lógico pensar en hacer que el poder abarque a cuantas más gentes y más países mejor, porque los problemas son los mismos en Bilbao que en Canberra, en Barcelona que en Singapur y las soluciones deberían ser globales. Pues no. Los catalanes y los vascos se tiran al monte y no dejan de luchar por lo que ellos consideran su «derecho de autodeterminación», encontrando apoyo, ¡increíble!, en los partidos de izquierda, en los antiguos internacionalistas, en los que antaño decía que «mi patria es el mundo». Si Marx, levantase la cabeza se volvería a morir del susto. «¿Esto es lo que os he enseñado?», diría, «pues si lo sé, me quedo callado». Es, reconocerlo, para mear y no echar gota, para cogérsela con papel de fumar, como los snob y los pijos. Yo, la verdad, no entiendo nada, y cada día que pasa, menos. Ahora que está tan de moda renegar de los símbolos nacionales, (bandera, himno, selecciones de fútbol o de parchís), deberían aquellos que lo hace ampliar su espectro y hacer lo mismo con las enseñas de las comunidades descontentas o silbar ‘que tiempo tan feliz’, por ejemplo, cuando salgan a la cancha los guerreros que les representan. O, simplemente, recordar aquello que decíamos hace mil años y un día, en los albores de la famosa y denostada transición: «ni patria ni banderas». Es cierto que éramos muy ocurrentes a la hora de hacer frases. Recuerdo una que hasta salió en televisión, cuando el referéndum de la Otan, momento en el cual comencé a desconfiar muy mucho de los socialistas: «Felipe, no te enteras, en la Otan no hay Casera». Pues eso...

Salud y anarquía.
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