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Capital del dolor

16/04/2017
 Actualizado a 18/09/2019
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¿Qué se puede esperar de una ciudad en la que la mitad de sus habitantes se pasan el año esperado a que llegue la Semana Santa para salir a la calle a tocar el tambor y marcar el paso?

La pregunta es de Antonio Gamoneda y más que una pregunta es una constatación de las profundas raíces del conservadurismo social y político de los leoneses hecha por alguien que los conoce bien, puesto que ha vivido con ellos toda su vida, y me la confió en un avión en el que volvíamos de Israel hablando de nuestra tierra, que a los dos nos duele por igual aunque él viva en ella y yo lejos. El cariño hacia una tierra o hacia una persona es lo que le lleva a uno a ser crítico con ella, no el desapego o la mala uva.

Cada año que pasa y llega la Semana Santa me acuerdo de la pregunta-constatación del Premio Cervantes leonés al comprobar que no sólo no ha perdido actualidad, sino que es más pertinente aún a la vista del crecimiento de la fiebre semanasantera que invade a los leoneses llegado este tiempo, sean procesionantes o no. Pasé tres días en la ciudad en vísperas de la Semana Santa y la ciudad entera hervía ya de pasión, olor a flores de iglesia, limonada de matar judíos y redobles de tambores. De la mañana a la noche, por todas las calles de la ciudad la gente parecía poseída de un fervor religioso inusitado vistas las cifras de asistentes a las iglesias el resto del año. Como si de repente una repentina fe les hubiera invadido a todos y tuvieran que manifestarla llevando Cristos a cuestas y tocando tambores y trompetas. Más que la Semana Santa pareciera que León se aprestara a vivir los play-offs de la religión católica, que es cuando van al campo de fútbol los que no acuden en toda la temporada.

Como la condición humana es contradictoria y se manifiesta de muchas maneras, acepto que a personas que no pisan la iglesia jamás se les ponga la piel de gallina estos días portando un paso de tres mil kilos o mirando cómo otros lo hacen, que en el nombre de la tradición mujeres que se declaran agnósticas madruguen más que nunca para desfilar vestidas de manolas o hacer de braceras de cofradía (mi amigo Yayo le dijo a una que la tradición era precisamente la contraria: que las mujeres no desfilaban y se quedaban en casa haciendo bacalao con huevos duros para sus hombres, y se armó) o que la gente pague por asomarse a los balcones de la Plaza Mayor para ver el Encuentro como si fuera una faena taurina, pero por lo que ya no paso es porque esas mismas personas nos consideren a quienes no participamos de las procesiones unos rancios anticlericales. La fe mueve montañas, lo sé, pero la mía ya sólo alcanza para creer en lo que puedo tocar, como Santo Tomás, y en la Semana Santa todo lo que toco es pantomima y ostentación, virtud de cartón piedra y negocio de hosteleros. Lo mismo en León que en Sevilla.
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