30/01/2022
 Actualizado a 30/01/2022
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Hoy, la temperatura de un café ha marcado casi de forma simbólica el destemple que provoca un telediario, con noticias polarizadas, mostrando dos extremos del mundo, no geográficos. Si llevasen título, sería Guerra y Paz, versionado. Dos estampas reales, aunque una parece la réplica en miniatura de la otra, como una pequeña parodia en la que unos libran una batalla por salvar el campo y otros preparan el campo de batalla. Unos luchando por su propia vida y otros organizando la muerte ajena. Lo colosal y lo ínfimo, lo humilde y lo soberbio, lo racional y lo dantesco. Trigo contra acero.

El café aún quemaba cuando más de doscientas plataformas de diferentes sectores ligados al medio rural, llegados de toda la geografía española, tomaban la capital del reino reclamando medidas y políticas que permitan la supervivencia de sus ganaderías y sus campos. Un ejército armado de razones, algunos uniformados con los monos de trabajo y cencerros, invadiendo el centro de Madrid con toda su artillería pesada: un temerario despliegue de tractores, caballos y carros tirados por bueyes.El ataque aéreo corrió a cargo de unas aves de cetrería. El avance se produjo en un trayecto de cuatro kilómetros y como puntos estratégicos para el ataque: el Ministerio de Transición, el de Consumo y el de Agricultura, los tres departamentos contra los que dispararon sus demandas, al grito de ‘Basta ya’, ante políticas y leyes que hacen imposible la supervivencia del medio rural, ése que ya agota solo mencionarlo y algunos no dejamos de repetir, provocando el agotamiento psicológico que toda guerra que se precie, debe tener como estrategia.

En el tercer sorbo de café la cosa cambia y todo empieza a agrandarse tanto que dudas si empezó la película de sobremesa. No aparece la zarina con un hermoso abrigo de piel de zorro, ni el comandante del que se enamora, ayudándola a bajar del carruaje, pero entran en escena monstruos de acero rompiendo el aire, aviones del Pentágono, buques en el Báltico, carros de combate y soldados armados hasta los dientes, practicando para la muerte, sobre la nieve rusa. Los señores de la guerra abrillantan los galones, envían a sus tropas a «evitar la guerra» y las maniobras militares de unos y otros, inquietan a Europa.

Parece imposible que ambas noticias pertenezcan al mismo siglo, al mismo día, al mismo mundo y sus protagonistas, a la misma especie. Como el café que te estás tomando, vas perdiendo el calor inicial que te produjo la versión más limpia y noble del ser humano. Esos que trabajan la tierra y van a Madrid a defenderla personalmente, sin emisarios, reivindicando precios justos para los productos que trabajan. Soldados luchando por la simple supervivencia, que lo más parecido que han tenido a una granada de mano, es una mazorca y lo más similar a un fusil es la azada. Sus misiles se llaman pepinos y necesitan riego, como tanque usan un tractor y su carro de combate va tirado por vacas.

Seré simplista, pero me cuesta aceptar tanta globalización si con ella, el pan de nuestros agricultores y ganaderos depende de normas incoherentes, por muy europeas que sean, exigiéndoles unas condiciones de producción que ellos mismos violan, permitiendo la importación de productos agrícolas y ganaderos procedentes de países externos, que no cumplen dichas normas, llevando a los nuestros a la miseria. Agota ver su eterna lucha y la necedad de los que siguen sin entender que la base del mundo es la materia prima que da la tierra y trabajar esa tierra es lo único que piden estos hombres. Quizá una semana de ayuno nos hiciera entender la cosa.

Sus eternas reivindicaciones han destemplando el café que la siguiente noticia ya congela, ante la versión más destructiva del ser humano. Los drogadictos de poder que no mueven más músculos que los del dedo que aprieta el botón rojo del miedo y la amenaza. Esos monstruos escondidos en despachos, imponiendo su poder para que el mundo tenga la forma que ellos quieren, aunque sea a costa de vidas humanas, o mejor dicho, de muertes. Mi simplicidad también me impide aceptar que nuestra paz esté en manos de cuatro locos pretendiendo engañarnos con el negocio de la guerra. Esas guerras ‘híbridas’, como llaman a la cobardía de tirar la piedra y esconder la mano, solapadas y permanentes, hasta que llega el momento de hacer caja, sacar las armas y fingir que buscan la paz con ellas. Un juego macabro en el que ellos hacen guerras en nombre de la paz y, como dijo Galeano, es el pueblo el que pone los muertos. Siguiendo con sus palabras, uno se alegra más que nunca de ser un nadie en un lugar que apenas si existe, lo más lejos posible de esos personajes sin escrúpulos fabricados a golpe de lobing, para los que un humano vale menos que la bala que lo mata.

Me alisto a las filas de los nuestros y su paz, incluso cuando libran su batalla diaria. Los que recogen la cosecha y mojan la tierra con sudor y no con sangre. Me quedo en este bando, en el de los nadies dueños de nada, pero con paz en casa.
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