jose-luis-gavilanes-web.jpg

Callar, mentir o confesar, he aquí el trilema

José Luis Gavilanes Laso
22/04/2018
 Actualizado a 17/09/2019
Guardar
Se tiene por honroso decir siempre la verdad, aunque a veces su confesión conlleve dolor. Y si lo que hay es miedo a revelarla, antes de mentir, lo mejor, callar. El que calla siempre tiene la virtud de no equivocarse nunca y, además de otorgar, en su boca no entran moscas. No obstante, a la vez que humana, quien no se calla mintiendo tiene algo de sobrenatural. Simón Pedro mintió tres veces y es el santo que abre y cierra las puertas de la gloria. Como las heridas, la mentira puede ser leve o grave. El embuste de poca monta, o de mentirijillas, tiene lugar cuando se engaña con broma. También entra dentro de este registro leve la ‘mentira piadosa’, la que oculta la verdad porque declararla ocasionaría un mal mayor al que ya se tiene. Entre las mentiras más graves está la de ser mendaz consigo mismo. O la del tipo compulsivo que no dice la verdad en el confesionario ni a su médico de cabecera. Mentir es ‘peccata minuta’ para defenderse en las declaraciones judiciales. Se miente para evitar el propio deshonor cuando a uno le han pillado, por ejemplo, en la obtención falseada de un privilegio, prebenda, beneficio o indebido título universitario. Se puede optar por enrocarse en la mentira trasladando la responsabilidad del engaño al otro, o responsabilizarse por entero del embuste.

Opino que a ciertas universidades españolas les ha ocurrido, ‘mutatis mutandis’, lo que a gran parte de las cajas de ahorro. La entrada de políticos en sus consejos de administración provocaron la bancarrota. Si las instituciones universitarias ya tenían sus propios líos internos, con la intromisión de los partidos políticos el deterioro se incrementó. Si ya nos aburre uno de éstos, veamos uno de aquellos.

Érase una vez una lectora de Portugués en una Facultad de Letras. Aunque era licenciada en historia y lo que había que enseñar era lengua portuguesa, fue elegida para variar, puesto que los predecesores habían sido siempre varones. Como el contacto con los alumnos se hacía generalmente en el bar de la Facultad y en alegre cuchipanda, el cumplimiento docente quedó en entredicho. El Departamento, como es lógico, decidió no renovarle el contrato, lo cual disgustó a la lectora de tal modo que entró de baja por depresión. Como era de esperar, los alumnos no se presentaron o fracasaron en los exámenes finales ante un tribunal nombrado al efecto. Bien con lágrimas (ya lo dice un personaje de Lope: –"¡Qué bien lloráis!, ¿acaso sois portugués?"), o por verde vía (su vida privada dio lugar a un sonado escándalo), la lectora consiguió que el Rector se pusiese de su parte para renovar el contrato. Pero el Departamento, que tenía la competencia docente, le negó clases y tutorías. El caso pasó a los Servicios Jurídicos de la Universidad. Mientras se resolvía, la lectora estuvo cobrando todo un año del erario público sin trabajar. Como el exceso de profesorado obstaculizaba la titularidad a un Profesor Ayudante ya doctor, éste último solicitó una entrevista al Rector, amenazando con poner el hecho en manos de la prensa si no se resolvía su situación. No hubo denuncia porque vino Dios a tiempo de ver al Rector y al profesor implicado cuando la Catedrática de Portugués se trasladó a otra universidad, con el subsiguiente corrimiento académico de puestos. Un Profesor Titular pasó a ocupar la Cátedra y el afectado Profesor Ayudante a la titularidad vacante. Aunque parezca mentira, cualquier parecido de lo expuesto con un relato de ficción es pura coincidencia.
Lo más leído