03/09/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Una de las cosas que más nos cuesta asumir en esta vida es la muerte. Sobre todo cuando se trata de gente joven, o tras una muy penosa enfermedad, o cuando alguien muere de forma repentina e inesperada. Sin duda hay muertes especialmente dolorosas. Se supone que es mucho más doloroso para unos padres enterrar a un hijo que para un hijo enterrar a sus padres. Pero, siendo realistas, deberíamos pensar que la única condición imprescindible para morir no es el estar enfermo o ser mayor, sino estar vivo. De ahí que podemos afirmar, guste o no guste, que todos nosotros somos candidatos a la muerte en cualquier instante.

Por otra parte tendemos a pensar que es Dios quien decide caprichosamente el momento de nuestra enfermedad o de nuestra muerte, como si no respetara tanto la libertad humana, las leyes físicas, o la «autonomía de las realidades terrestres». Es como si pensáramos que Dios es el culpable de que una empresa de alimentación haga las cosas mal y sus productos puedan resultar nocivos para la salud, o de que un loco sed ponga a disparar contra la gente.

Decimos esto porque hay una tentación, cada vez más frecuente, de cabrearse con Dios o de negar su existencia ante determinadas muertes. Afortunadamente la persona que muere, independientemente de la fe o falta de fe de sus familiares o de su propia fe, cuando le llega la hora de la muerte no por eso deja de enfrentarse con Dios cara a cara y de acogerse a su infinita misericordia. Si Dios no existiera, se encontraría con el vacío total; pero, si Dios existe, podrá comprobarlo y verlo cara a cara y disfrutar de su presencia, a pesar de que los familiares estén muy cabreados y no quieran saber nada de ningún tipo de celebración religiosa.

Parece obvio que en estos casos hay que respetar la libertad de las familias y comprender su estado de ansiedad, pero también advertir de una cierta incoherencia. Si yo no creo ni espero en nada, es como que estoy diciendo que la vida de mi ser querido que ha muerto ya no tiene sentido, que se acabó todo, que ya no es nada más que un montón de cenizas, que ni su vida ni sus sufrimientos le han hecho merecedor de ninguna recompensa, como no sea de unos ramos de flores. Por el contrario, cuando contemplas su muerte desde la fe y la esperanza, estás reconociendo que, a pesar de todo, su vida ha valido la pena y que ha sido merecedor de la eterna recompensa, haciendo realidad el deseo expresado por la frase lapidaria de Gabriel Marcel: «Amar a alguien equivale a decir: no quiero que mueras nunca».
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