01/04/2021
 Actualizado a 01/04/2021
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Lo interesante de la vida es que se empeña en situarte en lugares imposibles. Y, poco a poco, uno empieza a descubrir que anda inmerso en una carrera desquiciada y a contrarreloj contra el miedo. Es ese el verdadero aprendizaje. Somos ese pequeño cachorro cuya única a aventura es explorar cualquier estrecho pedazo de mundo para ir comprendiendo lo que no dañará y lo que no duele. Su aprendizaje consiste en ir ampliando un entorno seguro partiendo de la ansiedad de lo desconocido, que por supervivencia asusta. Esa pequeña y cariñosa criatura va descartando miedos y catalogando otros en una matrioska infinita. Más bien se podría decir que avanza conquistando esos miedos con una bravura tierna y torpe. Y en esto tampoco somos tan diferentes.

Ese cachorro me mira ahora fijamente con sus ojos profundos de canica oscura mientras apoya la cabeza en su nueva cama de peluche y cuero. Se llama Byron, es mi primer perro. Es, también y sobre todo, un triunfo inesperado, un gancho de derecha en todo el mentón al miedo. Desterrar de una vez por todas un absurdo trauma infantil que hasta hace dos años lastraba cualquier relación con un perro. Aunque al vencido temor le nazcan en cascada otros pavores más nobles, como el miedo a que no sea feliz, el miedo a defraudarle a él, a ese todavía pequeño aristócrata que nos ha otorgado el privilegio de protegerle y que devolverá con una lealtad sincera que no conocen los humanos.

Este era un lugar imposible hace tan poco. Byron se despereza y amenaza con otra tanda de juegos despertando en nosotros una felicidad eléctrica y adictiva. Esa felicidad verdadera, efímera, que hay que buscar en los recovecos de lo cotidiano y en las esquinas de la apasionante tragedia de seguir juntos y vivos. Se van marchitando los miedos a la vez que la juventud. Lo importante es el camino, canijo Byron, el camino que emprendemos juntos para ya jamás volvernos a sentir desprotegidos.
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