28/05/2023
 Actualizado a 28/05/2023
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Hay un buzón aquí en mi calle que casi ni es buzón ni es na. En cierto modo, se parece a aquel parque al que cantaban Víctor y Diego, año 1975, que tampoco era parque ni na, posiblemente sólo un recuerdo. Es un buzón solitario, dejado a su suerte como parte de un mobiliario urbano fosilizado, prácticamente sin sentido y sin ocupación. Una reliquia. Suelo pasear a su lado, me detengo un rato, fumo un cigarro, me retiro y acecho con la mirada desde la esquina por si llegara alguien dispuesto a usarlo. Nadie llega. A veces, a su vera, se detienen otras personas y charlan de forma animada si la temperatura es buena. Son personas mayores, incluso mayores que yo. En el barrio hay todavía bastantes personas mayores que sintonizan con ese buzón, casi son restos de la historia. Todos lo somos, todos cargamos con una historia real o inventada. Hubo un tiempo en que la compartíamos a través de las cartas que dejábamos en los buzones y que, tras un recorrido laberíntico, aterrizaban en el fondo oscuro de otros buzones personales, de donde manos delicadas las recogían. Las leían sosegadamente. Solían llevar una melodía incorporada. A veces la de una canción desesperada del cantautor galáctico Jaume Sisa: «cartas de amor sin destino, cartas de amor sin dirección, ¡qué aberración, qué desatino, qué sinrazón!»; otras veces la de un simple verso de Miguel Hernández: «tus cartas son un vino que me trastorna». Los sonidos de los buzones siempre evocan algo más allá de lo que recogen en sus tripas. Las propias cartas eran un objeto en sí mismo más allá de lo escrito, solíamos guardarlas aunque no las releyéramos nunca, vivían a nuestro lado como si a nuestro lado siguiera sentada la persona que nos las escribió, que pasó su lengua por el sello antes de pegarlo en el sobre, que quizá las acarició con un beso antes de depositarlas amorosamente en el buzón solitario de la calle. Los buzones lo saben todo acerca del amor y del odio. Deberían sobrevivirnos y sobrevivir a nuestros sentimientos.
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