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Buscando mis Quijotes

25/04/2016
 Actualizado a 15/09/2019
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La presentación en Madrid del cervantino (o quizás azoriniano) libro de Julio Llamazares, ‘El viaje de Don Quijote’, me ha llevado a acordarme de algunos de los momentos en los que en los últimos años me tuve que acercar a la memoria literaria del caballero andante, la mayoría de las veces por motivos académicos. Este verano seguí puntualmente los artículos periodísticos de Llamazares, en los que reproducía, con su estilo inconfundible, ese viaje de Azorín en busca de los pasos quijotescos, y que ahora, hasta donde sé, se recogen en este libro que publica Alfaguara. Julio es uno de esos autores contemporáneos que nos ha devuelto el gusto por la literatura de viajes. Una literatura que, a fin de cuentas, está en el origen mismo de la novela moderna, desde Daniel Defoe, por poner un ejemplo. Algunos de nuestros clásicos tenían una afición considerable a recorrer España, y también Portugal, como los extranjeros la habían tenido casi desde el siglo XVII, pero sobre todo en el XIX, con el famoso Grand Tour que llevaba a los románticos en busca de territorios exóticos no muy lejanos. El descubrimiento de un España polvorienta de caminos y tabernas desvencijadas, a la manera quijotesca, continuó hasta bien entrado el siglo XX, no sólo por la terrible influencia que el desastre de la Guerra Civil ejerció en algunos periodistas y escritores, que vinieron aquí para contarla, sino porque no faltaron ingleses y norteamericanos, entre otros, que vieron en España un lugar todavía suficientemente primitivo y puro como para huir de sus territorios, también en esos años duros: Gerald Brenan, desgajado del Grupo de Bloomsbury, que escandalizó maravillosamente a los ingleses con resabios victorianos, es el primer nombre que me viene a la cabeza.

El viaje nos construye, nos vertebra, y nos salva de creer que lo nuestro es lo mejor del mundo. No hay duda de esa pasión por el camino que sentían, sobre todo, los escritores del 98. Y si Azorín sirvió de modelo al viaje de Llamazares que ahora se publica en forma de libro, no es menos cierto que Unamuno, armado con sus numerosos bastones, fue tal vez el intelectual que mejor interpretó la relación entre la piel de la tierra, el paisaje, y la personalidad de sus habitantes, constituyendo una unidad que él veía trascendental y absoluta, y que le llevó a escribir, además de ‘Por tierras de Portugal y España’, o ‘Andanzas y visiones españoles’, esa otra obra, ‘Vida de don Quijote y Sancho’, que viene aquí muy al punto. El propio Llamazares representa, a mi modesto entender, esa misma pasión del monte y los caminos, como diría Antonio Pereira, de los autores de hace exactamente un siglo, al menos por lo que se refiere a su intención de descubrir, con una calma que no parece de este tiempo, la memoria que duerme en el paisaje. Y, como ellos, no ha andado sólo los caminos de España, sino también los de Portugal. (No extraña, pues, esa otra pasión suya, de la que hablamos aquí hace apenas unos días: la que siente por Avelino Hernández y esa obra maestra del viaje pegado a la tierra que es ‘Donde la vieja Castilla se acaba: Soria’, reeditada ahora por Rimpego, con prólogo suyo).

Pero, en fechas tan señaladas, no nos olvidemos de don Quijote. Leí el gran libro por primera vez en la adolescencia (era obligatorio en aquel bachillerato: o tempora, o mores). Sin embargo, ya había hecho yo algunas tímidas aproximaciones años antes, gracias a una edición de Calleja, sí, el de los cuentos, que había encontrado en casa siendo niño. Una edición con los cantos de las tapas duras ya gastados o carcomidos, tal vez ligeramente adaptada, pero que contenía estampas o grabados que me llamaron la atención (no los de Doré, por lo que recuerdo), y donde a buen seguro descubrí por primera vez el azaroso viaje del ingenioso hidalgo. Creo que grosso modo, entendí bien lo que leí a tan tierna edad (permítaseme la inmodestia). Por eso, cuando hace unos meses me encontré con Andrés Trapiello (algo que ya he referido aquí), para entrevistarlo con motivo de su traducción al castellano moderno del Quijote, publicada por editorial Destino, le expresé que para mí aún la lengua cervantina no está tan apartada del presente como para no poder navegar por ella, sin peligro de no arribar a puerto seguro, aunque no falten palabras en desuso que nos puedan llevar a pique. No blandí a la sazón la magnífica edición de Francisco Rico, porque el propio Trapiello replicó que él mismo había tirado de esa misma edición crítica para, durante catorce años, elaborar en silencio (ni siquiera se lo dijo a su familia, o poco menos) un texto que nadie pudiera rechazar por su pretendida dificultad. Su Quijote, me aseguró, bebe de Rico y de su rica fuente filológica, pero intenta evitar, al sin duda hoy ocupado lector, la prolija lectura de su gigantesco aparato crítico, y, a cambio, le entrega una prosa cervantina renovada, por alguien que, justo es decirlo, ha probado sus armas y sus letras cervantescas en más de una ocasión.

El Quijote, reivindicado ahora en este 400 aniversario de la muerte de su autor, incluso con una farsa en su honor representada en el Parlamento, ha recibido también una atención notable fuera de nuestras fronteras. Buscando mis Quijotes favoritos, durante un tiempo me ocupé de comparar algunas de las traducciones recientes al inglés. Algo publiqué, junto a otros muchos, en un libro magnífico coordinado por Barrio Marco y María José Crespo, titulado ‘La huella de Cervantes y el Quijote en la cultura anglosajona’ (2007). Hay una tesis excelente al respecto, escrita por el ya desaparecido filólogo riojano Carmelo Cunchillos. Y algunos estudios, también de su autoría, en torno a Thomas Shelton, el primer gran traductor de Cervantes a la lengua de Shakespeare. De todas mis experiencias cervantinas, la más completa fue conocer de primera mano la aventura traductológica de John Rutherford, el profesor oxoniense (ahora retirado), que, aprovechando el tiempo de verano, libre de ocupaciones académicas, tradujo el Quijote en el año 2000, a ratos bajo una higuera, a ratos en el garaje de un vecino, para la editorial inglesa Penguin Classics. Rutherford, que ya había traducido con gran éxito ‘La Regenta’ de Clarín, me contó en numerosas conversaciones cómo se entusiasmó con una tarea tan ciclópea, hasta el punto de olvidarse de las traducciones anteriores, porque no quería contaminarse con las versiones decimonónicas que no parecían detectar el humor, tan importante, en la obra de Cervantes. Rutherford, con el que hablé en el propio Ribadeo, luego en Astorga, y en otros muchos lugares, me refirió su empeño por traducir el humor, algo que, a pesar de los problemas culturales, él cree posible. “Todo se puede traducir”, me repetía una y otra vez, en contra de lo que otros opinan. Y así, la espléndida traducción de Rutherford sustituyó en Penguin a la bastante plana de Cohen. Y dio alas a la versión norteamericana que Grossman, traductora habitual de García Márquez, hizo al poco tiempo, también brillantemente. Sucede que John Rutherford, como el propio Julio Llamazares, es un gran caminante, comenzando por el Camino de Santiago. Su novela, ‘Las flechas de oro’ (Lobo Sapiens), lo refleja. Y no ceja en su dedicación al monte y los caminos, como cuando decide abandonar Oxford y volver a Galicia para buscar setas en tiempo de lluvia. En esta pasión por el viaje, por aprender del paisaje y de la gente, reside el verdadero origen de la narración, como nos enseñaba ‘La Odisea’. Y es lo que Cervantes nos enseña en su incomparable ‘road movie’, que eso y no otra cosa es el Quijote.
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